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10 de Mayo, 2009 · General

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REY DE LUZ


En el siglo XVII, unos misioneros jesuitas que regresaban de la parte meridional de las cuencas del Éufrates y del Tigris, en lo que hoy es Iraq, dijeron haber conocido un pueblo al que llamaron de «los cristianos de san Juan». Aunque vivían en el mundo musulmán y completamente rodeados de mahometanos, seguían fieles a una forma de cristianismo en la que tenía preeminencia Juan el Bautista. Sus ritos religiosos se centraban en un bautismo que no era una ceremonia de una vez por todas, de iniciación e ingreso de un nuevo fiel en la congregación, sino que figuraba de modo destacado en todos sus sacramentos y rituales.1


Desde aquellos primeros contactos, sin embargo, se ha evidenciado que el apelativo de «cristianos de san Juan» no podía ser más equívoco. Es verdad que la secta en cuestión venera a Juan el Bautista; lo inexacto es llamarlos «cristianos», como quiera que se mire. Porque para ellos, Jesús fue un falso profeta, un mentiroso que embaucó deliberadamente a su pueblo y, a otros.

 

Pero como han vivido durante siglos bajo constante peligro de ser perseguidos por judíos, musulmanes y cristianos, han adoptado la estrategia de presentarse a sí mismos de la manera más inocua posible cuando algún visitante pregunta. De ahí que adoptasen el nombre de «cristianos de san Juan».

 

Esta postura se resume en el párrafo siguiente de su libro sagrado, el Ginza:

    Cuando Jesús os oprima, decid: somos tuyos. Pero no lo confeséis en vuestros corazones, ni neguéis la voz de vuestro Maestro el altísimo Rey de Luz, porque lo oculto no se revela al Mesías que mintió.2

Hoy día esa secta, que todavía sobrevive en las marismas del sur, se conoce como la de los mandeos, de los cuales hay además un pequeño número en el sudoeste de Irán. Son gentes de profunda religiosidad, muy pacíficas, ya que su código prohíbe la guerra y el derramamiento de sangre. Permanecen confinados en sus aldeas y caseríos, aunque algunos emigraron a las ciudades, donde se ganan la vida principalmente como orfebres y plateros, en lo que tienen gran maestría.


Conservan su propio idioma y alfabeto, ambos derivados del arameo, que era la lengua que hablaban Jesús y Juan. Hacia 1978 se calculaba su número en menos de 15.000, pero la persecución emprendida por Saddam Hussein contra los árabes de las marismas después de la guerra del Golfo seguramente los habrá dejado al límite de la extinción. Las circunstancias políticas actuales impiden ser más precisos acerca del asunto.3


El nombre de mandeo significa, literalmente, gnóstico (de manda, gnosis), y de hecho se refiere exclusivamente al laicado, aunque muchas veces se haya aplicado a la comunidad en conjunto. Los sacerdotes se llaman nasoreos. Los árabes les llaman subbas y en el Corán aparecen bajo el nombre de sabeos.
 

Sobre los mandeos no se hizo un estudio científicamente serio hasta después de 1880. Y todavía hoy el trabajo más extenso sigue siendo el de Ethel Stevens (la futura lady Drower), que estuvo por allá inmediatamente después de la segunda guerra mundial. Los estudiosos todavía no han agotado el material recogido por ella, que incluye muchas fotografías de sus ritos, y copias de las escrituras sagradas del mandeísmo. Aunque hospitalarios con los forasteros, son por naturaleza un pueblo encerrado en sí mismo y reservado, ya que han tenido buenas razones para ello.

 

Lady Drower dedicó mucho tiempo a ganarse su confianza y lo consiguió a tal punto, que ellos le revelaron sus creencias, doctrinas e Historia, permitiéndole ver además los rollos secretos que contenían sus Escrituras. (Durante el siglo XIX los etnólogos franceses y alemanes habían intentado romper el muro de secreto, sin conseguirlo.) Es indudable, no obstante, que habrán quedado secretos interiores de los que no se comentan con extranjeros.


Toda la literatura de los mandeos es religiosa y los textos sagrados más importantes son el Ginza, o «Tesoro», llamado también el Libro de Adán; el Sidra d’Yahya o «Libro de Juan», llamado también el Libro de los Reyes; y el Hawan Gawaita, que es una Historia de la secta. El Ginza data sin duda del siglo VII o antes; en cambio se cree que el Libro de Juan fue compilado después de esa época.

 

El Juan del título es el Bautista, que recibe dos nombres en el texto mandeo, Yohanna (que es mandeo), y Yahya, que es el nombre árabe dado a dicho personaje en el Corán. Éste aparece con más frecuencia, lo cual indica que el libro se escribió después de la conquista de la región por los musulmanes, a mediados del siglo VII, aunque el material originario sea muy anterior. La pregunta crucial es ¿anterior en cuánto?


Se venía creyendo habitualmente que los mandeos crearon el Libro de Juan y exaltaron al Bautista hasta darle rango de profeta como una astucia para no ser perseguidos por los musulmanes, ya que éstos sólo toleraban a los que llamaban «pueblos del Libro», es decir aquellos cuya religión tuviese escrituras sagradas y un profeta; caso contrario los consideraban paganos.

 

Pero el caso es que los mandeos figuran citados en el mismo Corán bajo el nombre de sabeos, y calificados como «pueblo del Libro», lo cual viene a demostrar que eran conocidos mucho antes de que el dominio de los islámicos llegase a constituir un peligro para ellos. Por otra parte, no les valió de gran cosa porque fueron perseguidos de todas maneras, sobre todo durante el siglo XIV, cuando estuvieron cerca de ser exterminados por sus dominadores mahometanos.


Batiéndose constantemente en retirada, llegaron por fin al país que les sirvió de refugio hasta época bien reciente. Sus propias leyendas y la erudición moderna han demostrado que eran oriundos de Palestina, de donde fueron expulsados en el siglo I d.C. En el decurso de los siglos han ido desplazándose cada vez más hacia el este y el sur, según los empujaban las persecuciones. Lo que tenemos hoy son los restos de lo que fue en realidad una religión mucho más extendida.


Hoy por hoy la religión mandeísta es, a decir verdad, un potaje bastante revuelto, en cuya cosmología y teología se confunden varios fragmentos de judaísmo veterotestamentario, formas heréticas gnósticas del cristianismo y creencias dualistas de origen iranio. El problema está en averiguar cuáles fueron sus creencias originarias, y cuáles sobrevinieron luego.

 

Parece que los mismos mandeos han olvidado buena parte del sentido original de su religión. Pueden establecerse algunas generalidades, sin embargo, y un meticuloso análisis ha permitido a los estudiosos deducir algunas conclusiones sobre cómo serían sus creencias en el remoto pasado. Fueron estos análisis los que nos proporcionaron algunas pistas muy sugestivas acerca de la importancia de Juan el Bautista y su verdadera relación con Jesús.


Los mandeos representan la única religión gnóstica sobreviviente en el mundo. Sus ideas sobre el universo, el acto de la creación y los dioses responden a creencias gnósticas conocidas. Tienen una jerarquía masculina y femenina de dioses y semidioses, con separación fundamental entre los de la luz y los de las tinieblas.


El ser supremo creador del universo y de las divinidades menores aparece bajo distintos nombres que se traducen como «Vida», «Mente» o «Rey de Luz». Él creó cinco «entidades de luz» que engendraron automáticamente otras cinco entidades de las tinieblas, iguales a ellas pero opuestas.

 

(Esta insistencia en equiparar la luz a la divinidad más alta es característicamente gnóstica; apenas hay página del Pistis Sophia, por ejemplo, en que no aparezca dicha metáfora. Para los gnósticos un alumbrado era el que literal y figuradamente había entrado en un mundo de luz.)

 

Como en los demás sistemas gnósticos, los semidioses crearon el mundo material, y con él la tierra, y son los señores de ésta. También la humanidad fue creada por uno de estos seres, llamado Hiwel Ziwa o Ptahil, según versiones del mito. Los primeros humanos, o Adán y Eva físicos, son Adam Paghia y Hawa Paghia, pero tienen sendas contrapartidas «ocultas», Adam Kasya y Hawa Kasya. Los mandeos se consideran descendentes de progenitores de ambos «linajes», el físico y el espiritual: Adam Paghia y Hawa Kasya.


Lo más parecido a un Diablo que tienen es la diosa negra Ruha, señora del reino de las tinieblas, pero que representa al mismo tiempo el Espíritu Santo. De nuevo hallamos el énfasis característicamente gnóstico en cuanto a la igualdad y oposición entre las fuerzas del bien y del mal, y conceptos como:

    [...] la tierra es como una mujer y el cielo como un hombre, que es quien fecunda a la tierra.4

Otra diosa importante a quien dedican muchas oraciones los libros mandeos es Libat, que ha sido identificada con Ishtar.
Para los mandeos el celibato es pecado; los hombres que mueren solteros quedan condenados a reencarnarse, pero fuera de esto los mandeos no creen en el ciclo de la metempsicosis. Con la muerte, el alma retorna a los dominios de la luz, de donde vinieron antaño los mandeos, y se le facilita el camino con muchas oraciones y ceremonias, gran número de las cuales derivan evidentemente de los antiguos ritos funerarios egipcios.
 

La religión informa todos los aspectos de la vida cotidiana de los mandeos, pero el sacramento clave es el bautismo, el cual interviene hasta en las ceremonias nupciales y los entierros. Los bautismos mandeos se celebran por inmersión completa en unas albercas especiales comunicadas con un río, el cual recibe siempre el nombre de Jordán. También forma parte de todo ritual una complicada serie de apretones de manos entre el sacerdote y los que van a ser bautizados.


El día santificado de los mandeos es el domingo. Sus comunidades las rigen los sacerdotes, que toman asimismo el título de «rey» (malka), si bien los laicos se encargan de algunos servicios religiosos. El sacerdocio es hereditario y tiene tres grados: los sacerdotes comunes, llamados «discípulos» (tarmide), los obispos, y un «Jefe del pueblo» que preside a todos... pero hace más de un siglo que no se halla a nadie digno de revestir ese cargo.


Los mandeos aseguran haber existido desde mucho antes que el Bautista, a quien miran como un gran líder de su secta pero nada más. Dicen que salieron de Palestina en el siglo I y que eran oriundos de una región montañosa llamada el Tura d’Madai, no identificada todavía por los estudiosos.


En el siglo XVII cuando fueron, digamos, descubiertos por los jesuitas, se supuso que serían descendientes de algunos de aquellos judíos a los que bautizó Juan. Pero ahora los estudiosos se han tomado en serio la afirmación de que existían desde antes y además provenían de otro lugar. El caso es que aún conservan reliquias de su paso por la Palestina del siglo I: su escritura es parecida a la de Nabatea, el reino árabe limítrofe de la Perea donde primero se manifestó Juan el Bautista.5

 

Algunas expresiones del Hawan Gawaita sugieren que salieron de Palestina en 37 d.C., más o menos hacia la época del martirio de Jesús. Pero es imposible decir si esto responde a una coincidencia.6 ¿Tal vez fueron expulsados por sus rivales, los del movimiento de Jesús?


Aunque ellos siempre han negado ser los descendientes de una secta judía escindida, los especialistas creyeron que tal negativa era un subterfugio. En la actualidad, sin embargo, se ha reconocido que no tienen raíces judaicas. Cierto que sus escrituras citan los nombres de algunos personajes del Antiguo Testamento, pero salta a la vista su genuina ignorancia de las costumbres y las observancias rituales de los judíos: los hombres, por ejemplo, no se circuncidan, y su Sabbath no es el sábado. Todo lo cual indica que en algún tiempo fueron vecinos de los judíos, pero sin llegar a fundirse nunca con éstos.7
 

Un detalle de los mandeos que siempre ha extrañado a los estudiosos es su insistencia en que ellos provenían originariamente de Egipto. De hecho y acudiendo a las palabras de la propia lady Drower, se consideraban en ciertos aspectos como «correligionarios» de los antiguos egipcios, y también uno de sus textos dice que «el pueblo de Egipto era de nuestra religión».8

 

Fue en la misteriosa región montañosa o Tura d’Madai, que ellos citan como su patria verdadera, donde surgió su religión... entre gentes, según afirman, que habían venido de Egipto. El nombre del semidiós señor del mundo, Ptahil, desde luego se parece al del dios egipcio Ptah, y ya hemos dicho que sus ceremonias funerarias se asemejan bastante a las de los antiguos egipcios.


Cuando huyeron de Palestina los mandeos vivieron en tierras de partos, en la Persia de los sasánidas, y también se establecieron en la ciudad de Harran, lo cual, como luego veremos, tiene cierta trascendencia para esta investigación.


Los mandeos nunca afirmaron que Juan el Bautista hubiese sido su fundador, ni el inventor del bautismo. Ni tiene para ellos otra consideración sino la de un gran dirigente de su secta, o mejor dicho el mayor, un nasurai (adepto). Aseguran que Jesús también era nasurai, pero después se convirtió en,

    «un rebelde, un herético, que descarrió a los hombres, [y] traicionó las doctrinas secretas [...]».9

Su Libro de Juan cuenta la historia de Juan y Jesús.10 El nacimiento de Juan queda anunciado en un sueño y aparece una estrella flotando sobre Enishbai (Isabel). Su padre es Zakhria (Zacarías) y ambos progenitores son entrados en edad y no tienen hijos, como en el relato evangélico. Después del nacimiento, los judíos conspiran contra el niño y por eso Anosh (Enoc) se lo lleva para protegerlo y esconderlo en una montaña sagrada, de donde baja a la edad de veintidós años. Luego se convierte en caudillo de los mandeos, representado además, y esto es interesante, como un sanador muy dotado.


Juan tiene los sobrenombres de El Pescador y El Buen Pastor.

 

El primero de estos epítetos también fue usado para referirse a Isis y a María Magdalena,11 además de Simón Pedro, el «pescador de hombres»; y el segundo, para muchos dioses mediterráneos antiguos, entre los cuales Tammuz y Osiris, y por supuesto también Jesús. El Libro de Juan incluye un lamento por una oveja descarriada que se hundió en el barro por haber ido a inclinarse ante Jesús.


En la leyenda mandea, Juan tiene una mujer, Anhar, pero ésta no desempeña ningún papel destacado en el relato. Uno de los elementos extraños de la leyenda es que los mandeos por lo visto no conservan memoria de la muerte de Juan, tan dramática, por el contrario, en el Nuevo Testamento. Hay en el Libro de Juan una indicación de que se durmió pacíficamente y su alma en forma de criatura fue arrebatada por el buen Manda-t-Haiy, pero esto parece más bien una especie de prefiguración poética de lo que ellos creen que merecía haber ocurrido con el Bautista.

 

Es cierto que muchos de sus escritos acerca de Juan no estaban destinados a ser leídos como biografías reales, pero no deja de sorprender que ignorasen su fin, en esencia el de un mártir. Aunque por otra parte también podría ser que tal episodio estuviese vinculado a sus misterios interiores más secretos.


¿Qué dice de Jesús el Libro de Juan de los mandeos? Lo hallamos bajo los nombres de Yeshu Messiah y Messiah Paulis (término que se cree derivado de una palabra persa que significa «el embaucador»), a veces como «Cristo el romano». En su primera aparición es un candidato a ser admitido entre los discípulos de Juan; el texto no está muy claro pero da a entender que Jesús no era miembro de la secta, sino persona ajena. Cuando se presenta por primera vez a orillas del Jordán y solicita el bautismo, Juan duda de sus motivos y valía, y no quiere admitirlo, pero Jesús acaba por persuadirle. En ese momento se aparece Ruha, la divinidad tenebrosa, en figura de paloma, y traza una cruz luminosa sobre el Jordán.


Después de convertirse en discípulo de Juan, sin embargo —y en asombroso paralelismo con la narración de los cristianos sobre Simón el Mago—, Jesús (y aquí citamos a Kurt Rudolph),

    «procede a pervertir la palabra de Juan y desfigura el bautismo del Jordán, haciéndose sabio a costa de la sabiduría de Juan».12

El Hawan Gawaita denuncia a Jesús con estas palabras:

    Pervirtió las palabras de la luz y las convirtió en tinieblas; convirtió a los que eran míos y pervirtió todos los cultos.13

El Ginza dice «no creáis en él [Jesús], porque practica la hechicería y la traición».14


En su confusa cronología, los mandeos esperan la venida de un personaje llamado Anosh-Utra (Enoc), quien,

    «acusará a Cristo el romano, el mentiroso, el hijo de una mujer, que no es de la luz», y «serán desenmascarados los embustes de Cristo el Romano, y atado por manos de judíos, atado por sus devotos darán muerte a su cuerpo».15

La secta tiene una leyenda acerca de una mujer llamada Miriai (Miriam, o María), que huye con su amante y cuya familia la busca desesperadamente (aunque no sin decir lo que piensan de ella llamándola, en lenguaje subido de color, «perra en celo» y «albañal de perversión»). Hija de «los soberanos de Jerusalén», se establece con su esposo mandeo en la desembocadura del Éufrates, donde se convierte en una especie de profetisa, sentada en un trono y leyendo del «Libro de la Verdad».

 

Si como parece lo más probable, esta narración viene a ser una alegoría de los viajes y persecuciones que sufrió la misma secta, indicaría que en tiempos una facción judía se alió con un grupo no judío y que de la fusión de ambos resultaron los mandeos. Sin embargo, el nombre de Miriai y su descripción como una «prostituta» mal interpretada y perseguida también evocan la tradición de la Magdalena, y lo mismo los detalles de su destierro y conversión en una predicadora o profetisa. Sea como fuere, llama la atención que los mandeos se simbolizaran a sí mismos en la figura de una mujer.16


Cabe entender que los mandeos sean, sencillamente, una curiosidad antropológica, uno de tantos pueblos confusos y perdidos que se quedan estancados en el tiempo y van recogiendo toda clase de creencias extrañas. Sin embargo, un estudio detenido de sus escrituras sagradas ha revelado sugestivos paralelismos con otras literaturas antiguas que revisten interés para nuestra investigación.


Sus rollos sagrados están ilustrados con imágenes de dioses que presentan un sorprendente parecido con los de los papiros mágicos griegos y egipcios, como los que manejó Morton Smith en sus investigaciones.17

 

Se han efectuado comparaciones entre las doctrinas de los mandeos y las de los maniqueos, es decir los seguidores del maestro gnóstico Mani (h. 216-276 d.C.) y se cree comúnmente que los mughtasilah de la secta bautismal a que pertenecía el padre de Mani y en la que se crió éste eran los mandeos (en la fase de su largo éxodo hacia el sur de Iraq, o establecidos en alguna comunidad actualmente extinta).18

 

Es indudable que las doctrinas de Mani recibieron influencias de los mandeos, y fueron estas doctrinas a su vez las que ejercieron poderosa influencia sobre las sectas gnósticas europeas, hasta los cátaros inclusive.


Algunos estudiosos como G. R. S. Mead han señalado sorprendentes semejanzas entre los textos sagrados de los mandeos y el Pistis Sophia. Más precisamente, considera que un capítulo del Libro de Juan titulado el «Tesoro de Amor» reproduce el eco de «una fase anterior de elaboración de dicha obra».19


También hay fuertes paralelismos con varios documentos de Nag Hammadi vinculados por la crítica a algunos «movimientos bautismales» de los que existieron en la época. Y se han hallado parecidos asimismo entre la teología del mandeísmo y algunos de los Rollos del Mar Muerto.20


Otro detalle que invita a reflexionar es el hecho conocido de que los mandeos se establecieron en Harran de Mesopotamia. Hasta el siglo X hubo allí una secta o escuela llamada de los sabeos, a quienes se atribuye gran importancia en la Historia del esoterismo.21 Eran filósofos herméticos y herederos de la hermética egipcia; ejercieron gran influencia sobre las sectas místicas del Islam, como los sufíes, cuyo influjo a su vez puede reseguirse hasta la cultura de la Francia meridional en la Edad Media, la representada por los caballeros templarios, pongamos por caso.

 

Como dice Jack Lindsay en su Origins of Alchemy in Graeco-Roman Egypt:

    Una extraña bolsa de creencias herméticas, muchas de ellas relacionadas con la alquimia, persistió entre los sabeos de Harran, en Mesopotamia. Éstos, sobrevivieron como una secta pagana en el seno del Islam durante dos siglos por lo menos.22

Como se ha mencionado, a los mandeos todavía les llaman «sabeos» o subbas los musulmanes actuales; por tanto, obviamente era la filosofía de ellos la que prevalecía en Harran. Y aparte las doctrinas herméticas, ¿qué otros legados transmitirían a los templarios? ¿Tal vez la reverencia por Juan el Bautista, o algún conocimiento secreto relacionado con él?
 

Para una relación sugestiva, sin embargo, la que presentan con el enigmático cuarto Evangelio. Escribe Rudolph, que es tal vez el especialista actual más entendido en mandeos:

    Los elementos más antiguos de la literatura mandeísta conservan para nosotros un testimonio del ambiente oriental del primitivo cristianismo, el cual puede servir para la interpretación de ciertos textos del Nuevo Testamento (en especial el corpus de los textos atribuidos a Juan).23

Hemos comentado ya que muchos de los más influyentes y respetados especialistas en estudios neotestamentarios consideran algunas partes del Evangelio de Juan —en especial el comienzo «en el principio era la Palabra...» y varios de los discursos teológicos— como tomados «en préstamo» a los seguidores de Juan el Bautista. Muchos de estos mismos académicos creen que todos ellos tienen un origen común: las escrituras sagradas de los mandeos. Ya en 1926 H. H. Schaeder había postulado que el prólogo del Evangelio de Juan, con su «Palabra» en femenino, era «un himno mandeo, que tomaron prestado de los círculos bautistas».24

 

Otro estudioso, E. Schweizer, apuntó a los paralelismos entre el discurso del Buen Pastor en el Evangelio de Juan neotestamentario y el correspondiente capítulo del Libro de Juan de los mandeos, llegando a la conclusión de que ambos derivaban de una misma fuente común.25 Por supuesto esa fuente común no aplicaba la analogía del Buen Pastor a Jesús, sino a Juan el Bautista; en la práctica el Evangelio canónico de Juan se lo «fusiló» a los mandeos/juanistas.


Algunos comentaristas como Rudolf Bultmann sacaron la conclusión de que los mandeos actuales son los auténticos descendientes de los seguidores del Bautista, o dicho de otro modo, la misteriosa Iglesia de Juan que venimos buscando.


Aunque hay razones bastante poderosas para creer que los modernos mandeos no son más que una de las ramas supervivientes de la Iglesia juanista, no deja de ser instructivo el siguiente resumen de las conclusiones de Bultmann debido a W. Schmithals:

    Por una parte, Juan [su Evangelio] manifiesta estrechos contactos con la concepción gnóstica del mundo. La fuente de los discursos que Juan adopta o a los cuales se adhiere, es de mentalidad gnóstica. Y tiene su paralelo más cercano en las escrituras de los mandeos, el estrato más antiguo de cuyas tradiciones se retrotrae a la época del cristianismo primitivo.26

Desde un planteamiento aún más amplio, se ha dicho que el material apocalíptico de Q, la fuente común de los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas, tiene el mismo origen que el Ginza de los mandeos,27 e incluso se ha postulado que el bautismo cristiano se desarrolló a partir de ritos de aquéllos.28


Las consecuencias de tal plagio escriturístico son sorprendentes. ¿Es posible que buena parte del material atesorado por tantas generaciones de cristianos como alusivo a Jesús o representativo de sus palabras perteneciese en realidad a otro hombre? ¿Y que ese otro fuese un enconado rival, no el precursor nacido para anunciar la venida de Jesús, sino uno que fue recibido como el verdadero Mesías, a saber, Juan el Bautista?


Mientras prosiguen las investigaciones, van apareciendo cada vez más indicios de que los mandeos representan una filiación directa en relación con los seguidores de Juan originarios. De hecho la referencia más antigua que tenemos de los mandeos data de 792 d. C., cuando el teólogo sirio Teodoro bar Konai, citando del Ginza, declara explícitamente que derivaban de los dositeos.29 Y como ya hemos dicho, los dositeos eran una secta herética formada por uno de los primeros discípulos de Juan en paralelo con el grupo de Simón el Mago.


Pero esto no es todo. Decíamos que Jesús era llamado «el nazareo» o «el nazareno» y que también a los primeros cristianos se les aplicó ese nombre, que no fue un neologismo acuñado para ellos. La palabra ya existía, y designaba un grupo de sectas emparentadas, oriundas de las regiones heréticas de Samaria y Galilea, que se consideraban a sí mismas las guardianas de la verdadera religión de Israel. El término de «nazareo» aplicado a Jesús le identifica como miembro ordinario de un culto que según otros indicios existía por lo menos 200 años antes de que él naciese.


Recordemos, no obstante, que los mandeos también llamaban «nasurai» a sus adeptos, lo cual no es coincidencia. Refiriéndose a los nazareos precristianos Hugh Schonfield postula que:

    Hay buenas razones para creer que los herederos de aquellos nazarenos [...] son los nazareos actuales (también llamados mandeos) de la cuenca inferior del Éufrates.30

El gran especialista inglés en estudios bíblicos C. H. Dodds concluye que los nazareos eran la secta a la que pertenecía Juan el Bautista, o mejor dicho, que él acaudillaba, y que Jesús comenzó su carrera como discípulo de Juan, pero cuando inició su movimiento cismático se apropió el nombre.31


Es posible que en la actualidad los mandeos no se hallen confinados exclusivamente a Iraq o Irán (esto es, si han conseguido sobrevivir a los desmanes de Saddam), ya que podrían hallarse representados por otra secta muy encerrada en sí misma que todavía existe en la Siria moderna. Son los nusairiyeh o nusayríes (a veces llamados también alawíes por el nombre de las montañas en que viven).

 

Se observa la semejanza del nombre con el de «nazareos», y aunque practican externamente la religión musulmana, se sabe que adoptaron los ritos de esa religión como medida defensiva frente a las persecuciones. Y también que tienen una religión «verdadera» en secreto, aunque por razones obvias se conocen pocos detalles de ella; se cree no obstante que debe de ser alguna forma de cristianismo.


Uno de los pocos europeos que han logrado aproximarse a las enseñanzas internas de los nusayríes es Walter Birks, quien los describió en The Treasure of Montségur (escrito en colaboración con R. A. Gilbert).32 Durante la segunda guerra mundial pasó algún tiempo en aquella región e hizo amistad con algunos sacerdotes. Su relato es muy circunspecto, pues no ha dejado de atenerse a la promesa de secreto que hizo. Por lo que dice, sin embargo, parecen ser una secta gnóstica muy parecida al mandeísmo.

 

Aquí nos interesa especialmente un diálogo entre Birks y uno de los sacerdotes nusayríes después de discutir el tema de los cátaros y de la posible naturaleza del Santo Grial (habiendo observado él que algunos ritos de aquéllos giraban alrededor de un cáliz sagrado). Entonces el sacerdote le contó «el mayor secreto» de su religión, y consistía en que,

    «ese grial que dices tú es un símbolo y significa la doctrina que el Cristo sólo participó a Juan, el discípulo predilecto. Nosotros todavía la tenemos».33

Recordemos la tradición «juanista» de algunas formas de la francmasonería oculta europea y del Priorato de Sión, según la cual los caballeros templarios habían adoptado la religión de «los juanistas de Oriente» formada por las enseñanzas secretas que Jesús entregó a Juan, su discípulo amado. Una vez tengamos claro que el Evangelio de Juan era material originariamente del Bautista, queda despejada la confusión aparente entre Juan el discípulo predilecto y Juan el Bautista que hemos observado varias veces.


Las tradiciones mandeístas sobre Juan el Bautista y Jesús concuerdan en grado asombroso con las conclusiones que perfilábamos en el capítulo anterior: en principio Jesús era un discípulo del Bautista pero luego se estableció por su cuenta, llevándose de paso a varios discípulos de Juan. Las dos escuelas eran rivales, como lo fueron también sus respectivos maestros.


Todo esto describe un panorama bastante coherente. Sabemos que Juan el Bautista fue un personaje muy respetado, y que tuvo numerosos seguidores, prácticamente una Iglesia... la cual desaparece de las crónicas «oficiales», no obstante, tras recibir una mención pasajera en el libro de los Hechos. Pero ese movimiento tuvo sus escrituras propias, que fueron suprimidas, si bien los Evangelios cristianos tomaron «prestados» algunos elementos.

 

Concretamente, el tema de la «Natividad de Juan» en Lucas (o la fuente de éste) y el «cántico» de María o Magnificat. Y sorprende todavía más la evidencia que hemos suministrado antes, en cuanto a la legendaria matanza de los inocentes por orden de Herodes: el episodio, por más que ficticio, se vinculaba originariamente al nacimiento de Juan, de quien Herodes temió que quizá fuese «el verdadero Rey de Israel».


Otros dos movimientos que supusieron grave peligro para la naciente Iglesia cristiana fueron fundados por otros discípulos de Juan: Simón el Mago y Dositeo. Ambos eran sectas gnósticas con influencia en Alejandría. Es de notar que el material «del Bautista» incorporado en el Evangelio canónico de Juan es gnóstico también, como lo son los mandeos. Se impone la conclusión de que el mismo Juan el Bautista fue un gnóstico.


Hay también paralelismos reveladores entre las escrituras de los mandeos, de Simón el Mago, el Evangelio de Juan y los textos gnósticos coptos, principalmente el Pistis Sophia, que ha desempeñado papel importante en nuestro estudio sobre
María Magdalena.34


Ninguna de las sectas que se asocian con Juan el Bautista y que hemos mencionado —mandeos, simonianos, dositeos— forma parte de la religión judaica, aunque todas hubiesen nacido en Palestina: dos de ellas en la herética región septentrional, Samaria. Pero si estos grupos no eran de la religión judía, lo que se deduce claramente es que Juan tampoco lo era. Pues si bien el desarrollo de las ideas gnósticas se retrotrae también a otros lugares y culturas, en especial la irania, la línea de influencia principal es obviamente la que deriva de la antigua religión de los egipcios. Ahí es donde hemos encontrado los paralelismos más estrechos con las ideas y las acciones de Jesús; significativamente, los propios mandeos aseguran que sus raíces provenían de Egipto.

 

Pese al estado de confusión que hallamos en sus textos, mucho de lo que dicen los mandeos acerca de sí mismos queda corroborado por los estudios modernos, y eso que al principio no los tomaban muy en serio, por no decir otra cosa.


Los mandeos aseguran que los precursores de la secta eran oriundos del antiguo Egipto, aunque ellos mismos tuvieron en Palestina su origen. No eran judíos pero vivían entre judíos. La secta, llamada entonces de los nazareos, estuvo dirigida por Juan el Bautista pero existía desde mucho antes. Por eso ellos le veneran, pero no creen que fuese nada más que un gran caudillo y un profeta. Fueron perseguidos, primero por los judíos y después por los cristianos, hasta resultar expulsados de Palestina, y empujados cada vez más hacia Oriente hasta llegar a su actual y precario asentamiento.


La opinión de los mandeos sobre Jesús —que fue un embaucador y un hechicero maléfico— concuerda con la del Talmud judío, que le condena por «descarriar» a los judíos y según el cual fue sentenciado a muerte por prácticas ocultistas.


Aunque ninguna de estas sectas vinculadas a Juan el Bautista tomada individualmente sea muy numerosa, en conjunto representan un movimiento bastante respetable. Los mandeos, los simonianos, los dositeos —y tal vez podríamos agregar los caballeros templarios— fueron perseguidos y eliminados sin contemplaciones por la Iglesia católica por lo que sabían del Bautista, a quien reverenciaban. Y así sólo quedó el reducido grupo de mandeos en Iraq; pero en otros lugares, sobre todo en Europa, siguen existiendo los juanistas, aunque sumergidos en la clandestinidad.


En los círculos ocultos de Europa se decía que los templarios habían aprendido los conocimientos de «los sanjuanistas de Oriente». Otros movimientos esotéricos y secretos, como los masones —sobre todo en las obediencias que se pretenden directas descendientes de los templarios, y también las del Rito Egipcio— y el Priorato de Sión, siempre han venerado especialmente a Juan el Bautista.


Recapitulando los puntos principales de esa tradición juanista:

    1. Presta especial atención al Evangelio de Juan porque, según aseguran, en él se conservan las enseñanzas secretas que comunicó «el Cristo» al evangelista Juan, «el discípulo predilecto».


    2. Hay una evidente confusión entre Juan el evangelista (es decir el presunto autor del cuarto Evangelio) y Juan el Bautista. Dicha confusión es un rasgo característico de la corriente principal de la francmasonería.


    3. Aunque asegura representar una forma esotérica del cristianismo en cuanto guardan unas «enseñanzas secretas» de Jesús, esa tradición no le demuestra a Jesús ningún respeto especial; muy al contrario, tienen todos los visos de considerarle un simple mortal, hijo ilegítimo y tal vez víctima de delirios de grandeza. Para los juanistas la palabra «Cristo» no significa naturaleza divina sino que es un simple tratamiento de respeto. Todos sus dirigentes son «Cristos», y por eso, cuando el miembro de uno de tales grupos se presenta como «cristiano» a lo mejor no está diciendo lo que parece de buenas a primeras.


    4. La tradición también considera a Jesús como adepto de la escuela mistérica egipcia de Osiris, y los secretos que transmitió, como pertenecientes al círculo interior de dicha escuela.

En su forma originaria el Evangelio canónico de Juan no era una escritura del movimiento de Jesús, sino un documento que pertenecía en principio a los seguidores de Juan el Bautista. Lo cual explica no solo la gran consideración en que los juanistas tienen a dicho Evangelio, sino además la confusión recurrente entre Juan el evangelista y Juan el Bautista. En lo que concierne a las manifestaciones de la tradición juanista, esa confusión es intencionada.


No hay ningún indicio de que un movimiento de «juanistas» orientales formase una Iglesia esotérica fundada por Juan el Evangelista. Sí hay considerables vestigios, en cambio, de la existencia de una Iglesia tal inspirada por Juan el Bautista. La hallamos representada todavía por los mandeos, y quizá por los nusayríes. Seguramente hubo mandeos en otros lugares del Próximo Oriente, si bien desconocemos esas localizaciones, pero hoy están reducidos a pequeñas comunidades de Iraq e Irán. Es muy probable que tuviesen todavía una presencia notable hacia la época de las cruzadas, por lo que pudieron entrar en contacto con los templarios. Y también parece probable que la Iglesia occidental de Juan ya hubiese pasado a la clandestinidad en los primeros siglos de la era cristiana.


Aun teniendo en cuenta el trato atroz sufrido a manos de los cristianos, el odio ardiente contra el mismo Jesús que todavía hoy expresan los mandeos es difícil de explicar. Cierto es que le consideran un falso mesías que robó los secretos de su maestro Juan, y los utilizó para descarriar a algunos de los suyos, pero no deja de extrañar una hostilidad tan vehemente mantenida durante tanto tiempo. Además los antecedentes históricos de persecuciones no explican por qué fulminan contra Jesús personalmente con tanto ardimiento.

 

¿Qué pudo hacer él para concitar un vilipendio tan persistente siglo tras siglo?
 No se nos oculta que mucho de lo expuesto en los capítulos precedentes puede escandalizar a numerosos lectores, en especial los que no hayan seguido la evolución reciente de los estudios bíblicos. Afirmar que el Nuevo Testamento confunde la situación adrede cuando representa al Bautista como servidor de Jesús, y que el sucesor oficial de Juan fue un gnóstico y practicante de la magia sexual como Simón, choca con el relato «tradicional» a tal punto, que parece completamente inventado. Pero ya hemos visto que muchos y destacados estudiosos del Nuevo Testamento han llegado a esas conclusiones con independencia los unos de los otros; aquí nos hemos limitado a recopilarlos y comentarlos.


La mayoría de los modernos especialistas bíblicos admite que Juan el Bautista fue un destacado dirigente político cuyo mensaje religioso amenazaba con desestabilizar de algún modo la situación de Palestina. Y también se sabe desde hace tiempo que Jesús fue un personaje similar. Pero ¿cómo relacionaremos esa dimensión política de su misión con lo que hemos averiguado acerca de su formación en una escuela mistérica egipcia?


Recordemos que religión y política eran lo mismo antiguamente, y que cualquier dirigente carismático capaz de movilizar masas era observado por el poder establecido, quienquiera que fuese, como un peligro. Si la multitud hacía caso de sus palabras, no tardaría en pedirle orientación, y eso era para inquietar a las autoridades en toda eventualidad. La amalgama de lo religioso con lo político se manifestaba en conceptos como el de monarca reinante «por la gracia de Dios», o la divinización de los césares.

 

En Egipto el faraón devenía dios en el instante mismo de la sucesión; empezaba como Horus encarnado —el vástago mágico de Isis y Osiris—, y tan pronto finalizaban los sagrados ritos funerarios se convertía en Osiris. E incluso durante su época de reino tributario del Imperio romano, cuando mandaba en Egipto la dinastía griega de los Tolomeos —cuyo representante más conocido es la reina Cleopatra—, éstos tuvieron buen cuidado de mantener la tradición del dios-faraón. La Reina del Nilo se identificaba estrechamente con Isis y la retrataban a menudo con los atributos de esta diosa.

 

La realeza es precisamente una de las nociones que se han vinculado a la persona de Jesús con asiduidad. Para la mayoría de los cristianos la expresión «Cristo Rey» es equivalente a la de «Nuestro Señor», y aunque se entienda en sentido simbólico prevalece la idea de que era, en algún sentido, de linaje real.


El Nuevo Testamento es formal en este punto: Jesús era descendiente directo del rey David, si bien hoy no podemos verificar la exactitud de tal aseveración. Pero el punto crucial no está allí, sino en saber si el mismo Jesús creyó ser de linaje real, o le interesaba que sus discípulos lo creyeran. En todo caso es indudable que afirmó ser el rey legítimo de todo Israel.
 

A primera vista, eso choca con nuestra proposición de que Jesús era de religión egipcíaca. ¿Habrían admitido los judíos a un monarca no judío, ellos que ni siquiera escuchaban a ningún predicador que no fuese de su religión? Pero tal como hemos comentado en el capítulo 13, muchos de los seguidores de Jesús creyeron que era judío, seguramente porque él consideró que eso formaba parte indispensable de su plan. Queda sin resolver esta pregunta, sin embargo: ¿qué motivos tendría para desear ser rey de los judíos? Claro está que si tenemos razón con nuestra hipótesis y venía a restaurar la que él creía religión verdadera del pueblo de Israel., ¿qué mejor procedimiento para conquistar los corazones y las cabezas del pueblo, sino establecerse como su legítimo soberano?


Jesús quiso el poder político. Tal vez eso explica qué era lo que esperaba conseguir cuando se sometió al rito iniciático de la Crucifixión y a la «Resurrección» subsiguiente con la ayuda de su sacerdotisa y pareja en las nupcias sacras, María Magdalena. Quizá creyó de veras que al «morir» y, resucitar se convertiría en el mismo dios-rey Osiris, a la manera tradicional de los faraones. Una vez inmortal y divinizado, podría esgrimir un poder temporal sin límites. Es evidente que algo salió pero que muy mal.


Como rito potenciador la Crucifixión se saldó con un fracaso, probablemente porque no se materializó el influjo de energía mágica que se esperaba. Según hemos comentado, Hugh Schonfield y otros estudiosos creen muy improbable que muriese en la cruz, ni como consecuencia directa del martirio sufrido. Quizá tardó más de lo previsto en restablecerse, o quedó incapacitado de alguna manera, pues aparte de que no se materializó el gran clímax político previsto, además María Magdalena abandonó el país y acabó por desembarcar en lo que hoy es Francia. Cabe suponer que privada del apoyo de Jesús, su protector, se viese expuesta a la hostilidad de los antiguos rivales, Simón Pedro y sus adláteres.


La idea de que ningún judío quisiera prestar oídos a un caudillo no judío parece sumamente improbable a primera vista; pero el supuesto no es imposible, como lo demuestra el hecho de que sucedió.


Josefo ha contado en su Guerra judía cómo unos veinte años después de la Crucifixión un personaje conocido para la Historia únicamente como «el egipcio» entró en Judea y consiguió levantar un considerable ejército de judíos con intención de derribar a los romanos.

 

Josefo le califica de «falso profeta» y dice:

    Cuando llegó al país ese hombre, un impostor que se hacía pasar por visionario, reunió a unos 30.000 engañados y conduciéndolos a través de los páramos vecinos al Monte de los Olivos se dispuso a forzar la entrada en Jerusalén para expulsar la guarnición romana y hacerse con el poder supremo sirviéndole de guardia personal sus compañeros de correrías.1

Este ejército fue deshecho por los romanos bajo las órdenes de Félix (el gobernador que sucedió a Pilato), aunque el egipcio consiguió escapar y con eso desaparece por completo de la crónica.


Aunque hubo colonias judías en Egipto, de manera que el cabecilla forastero bien pudo ser judío, el episodio no deja de ser instructivo por cuanto demuestra que un supuesto egipcio podía, no obstante, enrolar un no pequeño número de judíos en el propio país de éstos. Pero hay otro indicio en el sentido de que aquel caudillo no fue un judío, pues debe de ser el mismo personaje que menciona el libro de los Hechos (21, 38).

 

Cuando los judíos del Templo persiguen a Pablo con intención de lincharlo, los soldados romanos lo encierran como medida de «protección», aunque no están muy seguros de su identidad. Es entonces cuando el comandante de la fortaleza le pregunta:

    ¿Es que no eres tú el egipcio que hace unos días amotinó a cuatro mil guerrilleros2 y se fue al desierto con ellos?
    A lo que Pablo responde: «Yo soy judío, ciudadano de Tarso», etcétera.

Este episodio plantea varias preguntas interesantes: ¿Por qué se molestaría un egipcio en acaudillar una insurrección palestina contra los romanos? Y la que quizá sea más pertinente, ¿por qué los romanos relacionaban a Pablo, un predicador cristiano, con el egipcio que tenía sublevada a la plebe? ¿Qué podían tener en común?

 

Además hay otro punto significativo: la palabra que aquí hemos traducido por «guerrilleros» (y que aparece en otras versiones como «salteadores»), en realidad dice sicarii,3 que era el nombre, de la fracción más militante del nacionalismo judío, célebre por sus prácticas terroristas. El hecho de que se pusieran a las órdenes de un forastero en esta ocasión demuestra que Jesús no carecía de posibilidades de conseguir lo mismo.


Nuestra investigación sobre María Magdalena y Juan el Bautista ha arrojado una nueva luz sobre Jesús. Ahora lo percibimos radicalmente distinto del Cristo tradicional. En el volumen de información que hemos rescatado creemos que destacan dos líneas principales: la que le pone en relación con un trasfondo no judaico, es decir egipcio para ser concretos, y la que le presenta como rival de Juan. ¿Qué imagen resulta si las combinamos ambas?


Los Evangelios tienen por preocupación principal la de representar la naturaleza divina de Jesús; por consiguiente todos los demás, incluido Juan, necesariamente debían ser inferiores a él en lo espiritual. Pero una vez hemos aprendido a distinguir lo meramente propagandístico, toda la trama argumental cobra sentido. La primera diferencia importante con respecto al relato comúnmente aceptado es que Jesús, preconcepciones aparte, no estuvo caracterizado desde el principio como el Hijo de Dios, ni su nacimiento fue anunciado por huestes angélicas.

 

En realidad la narración de su milagrosa Natividad es mito innovado, en parte, y lo demás tomado «en préstamo» al relato (no menos mítico) del nacimiento de Juan.


Según los Evangelios la vida pública de Jesús comenzó cuando lo bautizó Juan, y sus primeros discípulos se reclutaron de entre los seguidores del Bautista. Es también a título de discípulo de Juan que figura Jesús en las escrituras de los mandeos.
 

Con todo, resulta muy probable que Jesús fuese miembro del círculo interior del Bautista, y aunque nunca ocurrió la proclamación de aquél como Mesías esperado, es posible que el episodio haya recogido alguna recomendación auténtica por parte de Juan. Quizá fue realmente, y durante algún tiempo, el sucesor designado, hasta que ocurrió algo que debió de ser lo bastante grave para que Juan reconsiderase su decisión y prefiriese luego a Simón el Mago.


En efecto parece que hubo en el grupo de Juan un momento preciso de ruptura; es de suponer que fuese el mismo Jesús quien encabezó el cisma. Los Evangelios registran el antagonismo entre uno y otro grupo de discípulos, y sabemos que el movimiento de Juan prosiguió después de la muerte de éste y con independencia del movimiento de Jesús. Es indudable que hubo algún tipo de disputa seria, o lucha por el poder entre los dos dirigentes, con participación de los discípulos de uno y otro bando. Lo testimonian las dudas de Juan acerca de Jesús estando aquél en la cárcel.


Cabe imaginar dos desarrollos diferentes. El cisma pudo producirse antes del prendimiento de Juan, y con carácter de ruptura formal; algo de eso da a entender el Evangelio de Juan en 3, 22-36. Pero no los demás evangelistas (que una vez bautizado Jesús se desentienden bastante del otro personaje). O pudo ocurrir que hallándose Juan en la cárcel, Jesús intentase hacerse con la jefatura del grupo, sea por iniciativa propia, sea en su calidad de segundo de a bordo. Pero por alguna razón, no todos los seguidores de Juan lo aceptaron.


Aunque vamos descubriendo que las motivaciones de Jesús pudieron ser complejas, de momento parece innegable que representó conscientemente dos dramas politico-religiosos principales, el uno esotérico y el otro exotérico. A saber, la peripecia de Osiris y el rol profetizado de Mesías judío. Su vida pública sugiere una estrategia definida y desarrollada en tres actos:

        *

          primero, ganarse a las masas con milagros y curaciones
        *

          segundo, y una vez obtenido un seguimiento, dirigirle discursos con promesas de una edad de oro, el «Reino de los Cielos», y de una vida mejor
        *

          por último, hacerse reconocer como Mesías

Teniendo en cuenta la hipersensibilidad de las autoridades frente a posibles subversiones, esa pretensión mesiánica se formularía en términos velados, no como reivindicación expresa.


Son muchos los que hoy creen que Jesús tenía un móvil político, pero éste suelen juzgarlo todavía secundario en relación con las enseñanzas. Nos dimos cuenta de la necesidad de situar nuestras hipótesis en cuanto a su carácter y ambiciones en el contexto de lo que predicaba. La creencia de que postuló un coherente sistema ético basado en la compasión y el amor se halla tan difundida, que suele aceptarse sin discusión. En todo el mundo, prácticamente, y cualquiera que sea la religión de nuestros interlocutores, nos dirán que Jesús fue el epítome de la caridad y la bondad.

 

Y aunque, como ocurre a menudo hoy día, no crean que Jesús fuese el Hijo de Dios, admitirán sin duda que fue un pacifista, un defensor de los desfavorecidos y un amante de los niños. Los cristianos, y también muchos no cristianos, perciben a Jesús casi como el inventor de la compasión, la caridad y el altruismo. Es obviamente inexacto, prescindiendo de que siempre han existido personas buenas bajo todas las culturas y religiones, pero aquí no se trata de eso. En su época, concretamente, la religión de Isis atribuía gran importancia a la responsabilidad y la moralidad personales, el mantenimiento de los valores familiares y el respeto al prójimo.


Un examen objetivo de los relatos evangélicos refleja una persona bastante distinta del maestro que expone una doctrina moral coherente, que es como siempre se nos ha presentado a Jesús. Aunque quieran ser textos de propaganda a su favor, los Evangelios pintan del hombre y de sus enseñanzas una imagen inconsistente y reticente.


En una palabra, las doctrinas de Jesús según las describe el Nuevo Testamento son contradictorias. Por un lado les dice a sus seguidores que «presenten la otra mejilla», que perdonen a sus enemigos y que cuando alguien quiera quitarles la túnica, le dejen también el manto,4 pero por otro lado declara «no he venido a traer la paz, sino la espada».5 Declara vigente el mandamiento de honrar padre y madre,6 pero luego dice:

    Si alguno de los que me siguen no aborrece a su padre y a su madre, y a la mujer, y a los hijos, y a los hermanos y hermanas, y aun a su vida misma, no puede ser mi discípulo.7

Sus discípulos quedan invitados a aborrecer la propia vida, pero al mismo tiempo se les dice que amen al prójimo como a sí mismos.


Los teólogos tratan de explicar estas discrepancias afirmando que estas palabras unas veces han de tomarse en el sentido literal, y otras veces como metáforas. Lo malo es que la teología se inventó precisamente para despejar tales contradicciones. Los teólogos cristianos parten del supuesto de la naturaleza divina de Jesús, con lo cual tenemos el terreno abonado para una petición de principio: lo dice Dios puesto que es verdad, y es verdad porque lo ha dicho Dios.

 

Faltando esa creencia, sin embargo, la argumentación fracasa y no hay más remedio que examinar a la cruda luz del día esas contradicciones en las palabras que se le atribuyen.


Los cristianos de hoy tienden a creer que la imagen de Jesús ha permanecido invariable durante estos 2.000 años. En realidad la manera en que se le percibe hoy difiere no poco de la vigente, digamos, hace sólo dos siglos, cuando se prefería destacar su aspecto de juez insobornable. Siempre ha cambiado de una época a otra y de unos lugares a otros.

 

Jesús como juez supremo fue el concepto que justificó atrocidades como la cruzada contra los cátaros o la caza de brujas, pero después de la época victoriana ha venido predominando la imagen del Jesús que perdona y que ofrece mansamente la otra mejilla al enemigo. Son posibles unas nociones tan contradictorias porque en sus enseñanzas, según las reflejan los Evangelios, hay para todos los gustos.


Es curioso, pero esa misma vaguedad contiene quizá la clave para el entendimiento de las palabras de Jesús. Los teólogos tienden a olvidar que se dirigía a unos oyentes reales que vivían en un ambiente político real. Por ejemplo sus discursos pacifistas quizá trataban de disipar la desconfianza de las autoridades, por si venía a soliviantar multitudes.

 

La época era de malestar político; toda asamblea numerosa estaría seguramente plagada de espías, y era preciso tener cuidado con lo que uno decía.8 (Al fin y al cabo, Juan fue apresado cuando el monarca sospechó que tal vez pretendía acaudillar una rebelión.) Jesús maniobraba dentro de un margen muy estrecho: por una parte, era preciso ganar apoyo popular; por otra, tenía que presentarse como inofensivo para el status quo... al menos, hasta que hubiese llegado su hora.


Siempre hay que prestar atención al contexto de cada una de las palabras de Jesús. Por ejemplo la conocida frase «dejad que los niños se acerquen a mí»,9 aceptada casi universalmente como una magnífica demostración de su bondad, accesibilidad y amor a los inocentes. Prescindamos ahora de que los políticos hábiles siempre han sido muy aficionados a «retratarse» besando niños.

 

Hay que recordar que Jesús se complacía en representarse como enemigo de convencionalismos, tanto así que andaba en compañía de mujeres de moralidad dudosa y de publicanos, es decir recaudadores de tributos. Cuando sus discípulos intentaron apartar a las mujeres y a los niños, él intervino en seguida para solicitar que se acercasen. Pudo ser un ejemplo más de anticonvencionalismo, o sencillamente de hacer entender a los discípulos quién mandaba.


De manera similar, cuando Jesús dice refiriéndose a los niños:

    Al que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y lo tiraran al mar.10

Por lo general se interpreta esta frase como una nueva declaración de su amor (y del amor de Dios) por los niños. Pocos se fijan en la determinación que creen en mí. No todos los niños son amados, por tanto, sino únicamente los que figuran entre sus seguidores. En realidad la frase juega con el contraste «pequeñuelos», y viene a decir en realidad «hasta el más pequeño de mis seguidores es importante». El énfasis no recae en la pequeñez, sino en la importancia que se atribuye el que habla.


Como hemos visto en el caso del Padrenuestro, las palabras más conocidas y estimadas de Jesús son paradójicamente las más abiertas a todo género de interpretación. «Padre nuestro que estás en el cielo» no es una forma de apóstrofe inventada por Jesús, pues parece que también usaba la fórmula el Bautista por aquel entonces, y en cualquier caso tiene un precedente en la oración a Osiris/Amón. Así ocurre también con el Sermón de la Montaña: como ha señalado Bamber Gascoigne en The Christians,

    «no hay en el Sermón de la Montaña nada que sea exclusivamente de Cristo».11

Una vez más hallamos que Jesús dice palabras atribuidas antes a Juan el Bautista. Por ejemplo en el Evangelio de Mateo (3, 10) dice Juan «todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego». Más adelante, en el mismo Evangelio (7, 19-20) y durante el Sermón de la Montaña, Jesús repite literalmente la metáfora y agrega: «Por sus frutos los conoceréis».


Aunque es poco probable que Jesús pronunciase de una sola vez el largo discurso doctrinal que reproduce el capítulo citado, sí admitiremos que éste representa los puntos clave de sus enseñanzas, al menos tal como las entendieron los evangelistas. Aunque ya hemos dicho que uno de los temas aludidos corresponde a Juan, el Sermón es indiscutiblemente un discurso complejo, que contiene postulados éticos, espirituales... e incluso políticos. Merece un análisis pormenorizado.
 

Abundan los indicios de que Jesús tuvo una motivación política. Una vez se tiene esto en mente, algunas de las expresiones más difíciles de entender cobran súbita claridad. Desde el punto de vista formal, el Sermón de la Montaña consta de una serie de proposiciones enunciadas cada una en una frase, de tal manera que transmite un poder de convicción enorme y la autoridad del que habla, como en «dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios». El lector escéptico tal vez verá sólo una colección de lugares comunes, y en algunos casos promesas bastante absurdas («dichosos los afables, porque ellos heredarán la tierra»).

 

Al fin y al cabo, todos los revolucionarios que en el mundo han sido quisieron reclutar partidarios entre las gentes del pueblo y se dirigieron especialmente a los insatisfechos y desposeídos, así como el político moderno tal vez prometerá solventar el problema del desempleo. Con esto volvemos a la cuestión de sus intenciones políticas: los reiterados ataques contra los ricos son parte esencial del mensaje destinado a ganar apoyo popular, puesto que los ricos siempre han sido blanco de los descontentos.


Queda como hecho innegable, de todas maneras, que el mensaje de Jesús «amad a vuestros enemigos... dichosos los misericordiosos... dichosos los que trabajan por la paz» parece corresponder a una persona auténticamente compasiva, caritativa y preocupada por los demás. Fuese o no fuese Hijo de Dios es obvio que se trata de una personalidad muy notable y si a veces expresamos aquí cierto escepticismo en cuanto al hombre y sus móviles, ello se debe a que los indicios lo justifican. Porque en primer lugar, y como ya hemos dicho, las palabras de Jesús según han quedado recogidas en los Evangelios con frecuencia resultan ambiguas, y en ocasiones incluso contradictorias. También hemos visto que algunas no eran suyas sino de Juan el Bautista.


Pero incluso teniendo esto en cuenta puede parecer que nuestras proposiciones también son contradictorias: por una parte ponemos en tela de juicio los motivos de Jesús y su integridad; por otra lo alineamos decididamente dentro del culto compasivo y amoroso de Isis. Sin embargo, no hay contradicción en eso: en el decurso de la Historia, muchos hombres y mujeres se han sentido atraídos por diferentes sistemas religiosos o políticos y han pasado del fervor inicial de los conversos a la manipulación puesta al servicio de los propios intereses, tal vez incluso dentro de la convicción de que así servían mejor a la causa común.

 

Y la misma Historia nos enseña que la cristiandad —pese a proclamarse la religión de la compasión y el amor al prójimo— ha producido hijos e hijas cuyas vidas fueron cualquier cosa menos ejemplares. Tampoco la religión de Isis, al paso de los siglos, se habrá sustraído a la depredación propia de la naturaleza humana.
 

Así pues, Jesús fue un taumaturgo que congregaba multitudes porque daba espectáculo. Las expulsiones de demonios sin duda serían espectaculares, y garantizaban que se siguiera hablando del exorcista durante muchos meses después de que éste hubiese abandonado la aldea. Una vez conquistada la atención de las masas, Jesús empezó a promulgar sus enseñanzas con intención de perfilarse como el Mesías.


Pero según hemos dicho, al principio Jesús era discípulo de Juan, lo cual plantea la pregunta: ¿tuvo el Bautista las mismas ambiciones? Por desgracia y con la escasa información disponible apenas podemos hacer otra cosa sino especular. Y aunque la imagen que tenemos de Juan dista de ser la de un político mundano y maniobrero, recordemos que nuestra noción de ese personaje riguroso es la transmitida por los agentes de la propaganda de Jesús, es decir, los evangelistas.

 

Por una parte, Herodes Antipas hizo encarcelar a Juan (según el testimonio de Josefo, que nos parece más imparcial) juzgándolo un posible agitador político, aunque ésa pudo ser una medida de policía preventiva, no una reacción a nada que él hubiese dicho o hecho en realidad. Por otra parte, los seguidores de Juan, contando entre éstos también a los mandeos, no parece que reconozcan en su maestro ninguna ambición política. Pero quizá fue encarcelado sin darle ocasión a revelar su jugada... o tal vez ellos desconocían, sencillamente, las motivaciones secretas del fundador.


El evento que marca el instante en que Jesús pasa a la acción se diría que es la multiplicación de los panes y de los peces. Los Evangelios pintan el acontecimiento como una especie de merienda campestre milagrosa durante la cual el anfitrión maravilló a los cinco mil asistentes dándoles de comer con sólo cinco panes y dos peces. Es un milagro, pero al mismo tiempo su significado profundo parece escapárseles a los narradores. Como prodigio es totalmente distinto de los demás que obró Jesús cara al público en general, que fueron curaciones de un tipo u otro.

 

En segundo lugar, los propios Evangelios sugieren un significado que ellos mismos no comprenden y Jesús corrobora esa impresión al decir misteriosamente:

    «No me buscáis porque habéis visto milagros, sino porque habéis comido pan hasta hartaros».12

Es curioso, pero en el Evangelio de Marcos, al menos, el suceso no maravilla a nadie, lo cual comenta A. N. Wilson en estos términos:

    El milagro o signo tiene que ver con la comida en común y no con la multiplicación del pan. O mejor dicho, llama la atención en el relato de Marcos que nadie manifieste la más pequeña extrañeza por el incidente. Cuando Jesús limpia a un leproso o devuelve la vista a un ciego, el caso suele ser suficiente para dejar «asombrados» o «maravillados» a cuantos alcanzan a tener noticia de él. Ningún asombro se trasluce en la narración de Marcos.13

El significado de que se alimentase a toda una multitud no reside en la naturaleza paranormal del suceso; incluso es posible que los autores de los Evangelios inventasen la parte milagrosa del relato porque entendían la necesidad de destacarlo por alguna razón, aunque ésta no fuese conocida por ellos.
 

El punto clave es que, según los Evangelios, la multitud era de cinco mil hombres, sin contar las mujeres ni los niños, que tal vez estuvieron allí también, pero eso es irrelevante para la narración en este caso.14 Ésta empieza diciendo tal vez que la multitud era de cinco mil, pero luego especifica que ésos eran los hombres. Lo cual reviste su importancia especial, como se echa de ver cuando Jesús les ordena que se sienten juntos.

 

Como dice A. N. Wilson:

    ¡Que se sienten los hombres! ¡Que se sienten los esenios! ¡Que se sienten los fariseos! Que se siente el Iscariote [...] y que se siente Simón el Zelote con su banda terrorista de guerrilleros nacionalistas. ¡Sentaos, hombres de lsraeI!15

En efecto, se trata de que Jesús hizo que se sentaran juntos los miembros de facciones enemigas, para compartir pacíficamente un ágape ritual. Según la argumentación de A. N. Wilson fue literalmente una asamblea de clanes, una gran reunión de gentes anteriormente enemistadas pero luego unidas, al menos con carácter provisional, bajo Jesús el ex discípulo de Juan el Bautista.


Marcos (6. 39-40) emplea un lenguaje muy sugerente de una concentración militar:

    Les mandó que hiciesen sentar a todos sobre la hierba verde, divididos en cuadrillas. Así se sentaron repartidos en cuadrillas de ciento en ciento, y de cincuenta en cincuenta.

Según el Evangelio de Juan, la consecuencia directa del reparto de los «panes de cebada» fue que el pueblo quería llevarse a Jesús para hacerle rey. Es innegable que el acontecimiento fue grande, pero tiene más significado que el aparente a primera vista, porque sucede inmediatamente después de la decapitación de Juan.


Siguiendo el relato según Mateo (14, 13):

    Al saber esto [la muerte de Juan], Jesús se fue de allí en una barca a un lugar tranquilo y solitario; la gente, al enterarse, lo siguió a pie desde las ciudades.

Es de creer que la aflicción de Jesús fuese tan intensa al conocer la noticia de la muerte de Juan, que buscase la tranquilidad del desierto, por desgracia rota casi en seguida por la llegada de una gran multitud de gentes deseosas de escuchar su predicación. Tal vez querían recibir la seguridad de que los ideales de Juan no habían muerto, sino que hallarían continuación a través de la persona de Jesús.


En todo caso la desaparición de Juan revistió mucha trascendencia para Jesús. Le allanaba el camino como dirigente del grupo y quizá caudillo popular, posiblemente había asumido ya el mando del movimiento de Juan cuando éste fue encarcelado. Y poco después, cuando se supo la ejecución de Juan, el pueblo corrió a escuchar qué decía el segundo de a bordo, Jesús.


Todo el episodio del encarcelamiento de Juan plantea preguntas que han de quedar forzosamente sin respuesta. Digámoslo una vez más: parece que los Evangelios nos ocultan algo. Dicen que el motivo del prendimiento de Juan fue que éste había condenado públicamente por ilegal el casamiento de Herodes con Herodías; según el relato de Josefo, en cambio, Juan fue encarcelado porque suponía un peligro posible o real para el régimen de Herodes.

 

En la crónica de Josefo no hay detalles sobre las circunstancias de la ejecución de Juan ni la manera en que se le dio muerte. Luego está lo del súbito cambio de opinión de Juan en cuanto a la naturaleza mesiánica de Jesús; a lo mejor estando en la cárcel se enteró de algo que suscitó sus dudas. Y como ya hemos comentado, los motivos que se aducen para la muerte de Juan distan de resultar convincentes. Según resulta del relato evangélico, se le tendió a Herodes una trampa por parte de Herodías con la complicidad de Salomé.


Esta versión evangélica de la muerte de Juan plantea varias dificultades. Se nos cuenta que Salomé, siguiendo instrucciones de su madre Herodías, le pidió a Herodes la cabeza de Juan el Bautista... a lo que él accedió, aunque de mala gana. No merece mucho crédito esa versión; según lo que hemos sabido en cuanto a la popularidad de Juan, habría sido gran imprudencia por parte de Herodes el hacerlo matar por un capricho tan perverso. Por muy peligroso que le hubiese parecido el Bautista vivo, parece lógico pensar que convertido en un mártir lo sería más todavía.

 

Claro está que Herodes pudo desdeñar el riesgo prefiriendo la demostración de autoridad, por muy numeroso que fuese el seguimiento del Bautista. Pero en tal caso, habría ordenado la ejecución por su propia iniciativa y de tal manera que esto fuese bien sabido por todos; es difícil de creer que un monarca hubiese actuado en un asunto tan grave sólo por satisfacer el sádico antojo de su hijastra. Y dadas las circunstancias, también es extraño que no se produjese ningún tumulto a gran escala, o tal vez una insurrección popular.

 

Como se ha mencionado anteriormente siguiendo a Josefo, cuando poco después los ejércitos de Herodes sufrieron una humillante derrota, la voz popular dijo que era el castigo divino por la injusta muerte de Juan. Lo cual revela que dicha tragedia dejó, como poco, un recuerdo profundo y duradero.


Alzamiento no lo hubo, sin embargo. Lo sucedido fue que Jesús quitó el fulminante a la carga emotiva convocando inmediatamente la reunión de los cinco mil. ¿Lo hizo para pedir calma al pueblo? ¿Logró consolarlos por la pérdida de su amado Bautista? Es posible, pero los Evangelios no dicen nada por el estilo. Evidentemente muchos discípulos de Juan se quedaron con la impresión de que Jesús había colocado sobre sus propios hombros el manto del difunto maestro.


De manera que la versión de la muerte de Juan según los evangelistas ofrece poco sentido para nosotros. ¿Por qué considerarían necesario inventar una historia tan complicada? Al fin y al cabo, si no tenían otra intención sino la de restar importancia al seguimiento de Juan, bastaba con reinterpretar la muerte de éste convirtiéndolo en el primer mártir del cristianismo. Pero resulta que la describen como el resultado de una sórdida intriga palaciega: Herodes se conformaba con tener prisionero a Juan, así que fue necesario tenderle una trampa a fin de que ordenase su ejecución.

 

Admitido esto, ¿era necesario presentar a Herodes como un tipo relativamente honrado pero engañado por la astucia de las mujeres de su familia para obligarle a cometer una tropelía? Nos parece que esto demuestra que sí hubo una intriga palaciega en relación con la muerte de Juan, y que esa circunstancia era demasiado conocida para que los evangelistas pudieran silenciarla. Pero al modificar la versión con arreglo a sus propios designios, sin proponérselo plantearon un relato absurdo.


La muerte de Juan no beneficiaba en ningún sentido a Herodes Antipas; si aquél había predicado contra el matrimonio real y muchos lo oyeron, el daño ya estaba hecho. Se diría más bien lo contrario: la ejecución de Juan lo dejaba peor parado, incluso.


Así pues, ¿a quién beneficiaba la muerte de Juan? Según la teóloga australiana Barbara Thiering, en la época se rumoreó que habían sido los de la facción de Jesús.16 Por más escandaloso que nos parezca esto a primera vista, no se sabe de ningún otro grupo que hubiese salido más favorecido con la desaparición de Juan el Bautista. Este argumento es suficiente para no descartar a los seguidores de Jesús, si como sospechamos la muerte de Juan fue el resultado de una astuta confabulación. Al fin y al cabo, sabemos quién era el rival que suscitó sus dudas mientras estaba encarcelado, en la que posiblemente fue la última de sus manifestaciones públicas.


Ahora bien, una cosa es albergar sospechas y otra muy distinta, encontrar pruebas que las confirmen. Son 2.000 años los que han transcurrido desde los hechos, así que no va a ser posible hallar pistas recientes y directas que nos conduzcan a la verdad del asunto. Lo que sí puede establecerse es un marco de referencia o estructura de indicios circunstanciales que justifique una reflexión más detenida. A fin de cuentas debe de existir algún motivo concreto para que la tradición juanista contemple con tanta frialdad —por no decir otra cosa— la figura histórica de Jesús, como ya hemos comentado, o con verdadera hostilidad como sucede en el caso de los mandeos. Los motivos deben buscarse sin duda en las circunstancias que rodearon la muerte de Juan.


Un detalle curioso: si bien este episodio es seguramente uno de los más conocidos del Nuevo Testamento, el nombre de la hija de Herodes no aparece ahí, y lo conocemos precisamente gracias a... Josefo. Los autores de los Evangelios se abstienen cuidadosamente de mencionarlo, y eso que todos los demás protagonistas principales figuran citados por sus nombres. ¿Y si prefirieron ocultarlo deliberadamente?


Entre las discípulas de Jesús hubo una que se llamó Salomé. No obstante, y aunque sabemos que fue una de las mujeres que estuvieron al pie de la cruz y acudieron con la Magdalena a visitar la sepultura según el Evangelio de Marcos, para Mateo y Lucas —quienes utilizaron aquél como fuente— desaparece misteriosamente. Volvamos ahora a la curiosa omisión del Evangelio de Marcos revelada por Morton Smith en The Secret Gospel:

    Fueron a Jericó. Y la hermana del joven al que amaba Jesús estaba allí con su madre y Salomé, pero Jesús no quiso recibirlas.

A diferencia de la supresión de la resurrección de Lázaro, no se comprende a qué viene la omisión de este incidente. Todo da a entender que los autores de los Evangelios tienen sus motivos para no dejar que sepamos más acerca de Salomé.

 

(Aunque sí aparece en el Evangelio de Tomás, uno de los textos de Nag Hammadi, donde comparte canapé con Jesús,17 en el perdido Evangelio de los egipcios,18 y en el Pistis Sophia, que la presenta como discípula y catequista de Jesús.)

 

Cierto que Salomé era un nombre corriente, pero el mismo hecho de que los evangelistas pusieran tanto cuidado en suprimirla llama nuestra atención sobre la Salomé que era seguidora de Jesús.


Es verdad que Juan el Bautista se había convertido en una especie de obstáculo para el escindido movimiento de aquél. Encarcelado y todo, aún lograba transmitir al exterior sus dudas acerca de la condición de su ex discípulo... y éstas eran obviamente tan preocupantes que hicieron preferir a Simón el Mago como sucesor. Y luego ese profeta carismático que tenía tantos partidarios fue muerto, según se nos cuenta, por un capricho de la familia Herodes, que no sería tan ingenua para subestimar la posible reacción popular.


Como hemos mencionado anteriormente, Hugh Schonfield entre otros estudiosos ha aducido convincentes argumentos en el sentido de que hubo un grupo en la sombra dedicado a impulsar la misión de Jesús. Tal vez ésos consideraron prudente una eliminación definitiva del Bautista. La Historia está llena de ejemplos de desapariciones oportunas, desde Dagoberto II hasta Thomas à Becket, que mataron dos pájaros de un tiro: suprimir una disidencia peligrosa y el último obstáculo para las ambiciones de un nuevo régimen.

 

Quién sabe si la ejecución de Juan el Bautista entra en esa categoría. ¿Creeremos que ese grupo juzgó llegado el momento de que hiciese mutis por el foro el gran rival de Jesús? También es posible que el propio Jesús no estuviese enterado del crimen que se cometía por favorecerle a él, de la misma manera que Enrique II nunca tuvo la intención de que sus esbirros matasen al arzobispo Thomas à Becket.


Ese grupo que respaldaba a Jesús debió de ser adinerado e influyente, luego era posible que tuviese relaciones en el palacio de Herodes. Sabemos que eso no era imposible, porque los evangelistas nos informan de que incluso entre los seguidores directos de Jesús hubo al menos un contacto de ese género: su discípula Juana era la esposa de Cusa, administrador de Herodes.19


Cualquiera que sea la verdad del asunto, el hecho es que hubo algo, un conflicto serio en las relaciones entre el Bautista y Jesús, lo que han creído los heréticos desde hace muchos siglos y sólo ahora empiezan a admitir los especialistas en estudios bíblicos. Quizá no pasó de ser una rivalidad. En todo caso la antipatía de los heréticos tal vez deriva de la idea de que Jesús no fue nada más que un oportunista sin escrúpulos, que aprovechó la muerte de Juan para apoderarse de su movimiento con apresuramiento indecente, sobre todo si hubiese existido un sucesor legítimo como pudo serlo Simón el Mago. Y tal vez el misterio que rodea la muerte de Juan contiene la clave del énfasis, de otro modo inexplicable, con que los grupos comentados en el decurso de esta investigación veneran al Bautista por encima de Jesús.


Como ya hemos mencionado, los mandeos mantienen a Juan como el «Rey de Luz» y vilipendian a Jesús, en cambio, por falso profeta y por descarriar al pueblo... que es exactamente la descripción del Talmud, donde además se le presenta como un hechicero. Otros grupos, como los templarios, evidentemente adoptaron una postura no tan extrema, aunque también veneraron a Juan por encima de Jesús. De lo cual dejó suprema expresión Leonardo en su Virgen de las rocas, corroborada además por los elementos de las otras obras que hemos comentado en el capítulo 1.


Al principio, cuando observamos la obsesión de Leonardo por la supremacía de Juan el Bautista, pensamos que a lo mejor era un capricho del artista. Pero después de pasar revista a la gran masa de datos que apuntan a la existencia de un culto más extendido a Juan, nos hemos visto en la necesidad de concluir que hubo tal, y lo que es más, que siempre ha existido en paralelo con la Iglesia, al tiempo que procuraba celar su secreto.

 

La Iglesia de Juan ha presentado muchas caras a través de los siglos, como la de los monjes-soldados de antaño y su brazo político, el Priorato de Sión. Muchos adoraron en secreto a Juan al tiempo que doblaban la rodilla ante «el Cristo»: por ejemplo, el Priorato, que asigna a sus Grandes Maestres el título de «Juan» arrancando la tradición con «Juan II». Y la explicación de Pierre Plantard de Saint-Clair no es más que un non sequitur aparente: «Juan I» queda reservado para el Cristo.


Desde luego no es lo mismo presentar buenas pruebas de que existieron grupos persuadidos de que Jesús fue un falso profeta, o tal vez intervino de algún modo en la muerte de Juan el Bautista, y demostrar que los hechos sucedieron así en la realidad. Lo cierto es que las dos Iglesias vienen existiendo, lado a lado, desde hace dos mil años. La de Pedro presenta a Jesús no ya como hombre perfecto, sino como la encarnación de Dios; la de Juan halla en él todo lo contrario. También es posible que ninguna de las dos tenga el monopolio de la verdad; entonces, lo que vemos reflejado en las dos facciones opuestas no sería sino la prolongación de la vieja hostilidad entre los discípulos de uno y otro fundador.


El mero hecho de la existencia de una tradición como la de la Iglesia de Juan nos indica que hay pendiente una reconsideración a fondo de los personajes, los roles y los legados de Juan el Bautista y Jesús «el Cristo». Lo que está en juego, sin embargo, es mucho más que eso.


Si la Iglesia de Jesús está construida sobre la verdad absoluta, entonces la Iglesia de Juan se alza sobre una mentira. Pero si invertimos la disyuntiva nos enfrentamos a la posibilidad de una de las injusticias más tremendas de la Historia.


Con lo cual no decimos que nuestra cultura tal vez ha adorado al Cristo equivocado, porque no tenemos pruebas de que Juan quisiera asumir ese rol ni siquiera de que éste existiese, conforme lo entendemos hoy, antes de que lo inventase Pablo para Jesús. Pero en cualquier caso, a Juan lo mataron por sus principios y creemos que éstos derivaron directamente de la tradición en donde él halló el rito del bautismo. Que fue la antigua religión de la gnosis personal, de la iluminación o transformación espiritual del individuo: los misterios del culto de Isis y Osiris.


Jesús, Juan el Bautista y María Magdalena predicaron el mismo mensaje, en esencia... pero paradójicamente, no es el que cree la mayoría de las personas. Aquel grupo del siglo I llevó a Palestina su forma de intensa conciencia gnóstica de lo divino, y bautizaban a los deseosos de acceder por sí mismos a ese conocimiento gnóstico, iniciándolos en la antigua tradición oculta. También formaron parte de ese movimiento Simón el Mago y su consorte Helena, cuya magia y milagros, tal como los que se asocian con Jesús, formaban parte intrínseca de sus prácticas religiosas. El ritual era indispensable para ese movimiento, desde el primer bautismo hasta la celebración de los misterios egipcios. Pero la iniciación suprema se operaba por medio del éxtasis sexual.


Ninguna religión, sin embargo y no importa lo que profese, garantiza una superioridad moral o ética. La naturaleza humana siempre interfiere y crea su propio sistema híbrido; o en otros casos, la religión degenera en un culto a la personalidad. Aquel movimiento pudo ser de Isis en esencia, con todo el énfasis en cuanto al amor y la tolerancia que dicha religión procuró inculcar; pero incluso en su país natal, Egipto, se registraron muchos casos de corrupción de los sacerdotes y sacerdotisas. Y en los días turbulentos de la Palestina del siglo I, cuando eran tantos los que buscaban fervientemente un Mesías, el mensaje quedó confundido en un impulso de ambición personal. Como siempre, cuanto más exaltada la meta mayor el riesgo de abuso de poder.


Las conclusiones y las derivaciones de esta investigación serán nuevas para la mayoría de los lectores, y no dudamos que escandalizarán a muchos. Pero como confiamos en haber demostrado, esos resultados han ido surgiendo paso a paso mientras considerábamos las pruebas. En muchos momentos las hemos visto corroboradas por un número sorprendentemente elevado de aportaciones de la moderna erudición. Y el panorama descubierto en último término es muy distinto del que teníamos visto tradicionalmente.


Este nuevo panorama de los orígenes del cristianismo y del hombre en cuyo nombre se fundó la religión conlleva las consecuencias más asombrosamente trascendentes. Y aunque sean nuevas para muchos, fueron admitidas ya, desde hace siglos, por un sector especialmente tenaz de la sociedad occidental. Causa una extraña desazón el considerar, aunque sólo sea por un instante, la posibilidad de que los heréticos estuvieran en lo cierto.
Dos mil años después de que Jesús, Juan y María vivieran sus vidas extrañamente significativas en una remota provincia del Imperio romano, millones de personas siguen creyendo en la crónica de los Evangelios. Para ellas, Jesús era Hijo de Dios y de una virgen, y sucedió que encarnó como judío; Juan el Bautista fue su precursor e inferior espiritual, y María Magdalena una mujer de dudosa reputación a quien Jesús sanó y convirtió.


Nuestra investigación ha descubierto un panorama muy diferente. Jesús no era el Hijo de Dios, ni fue de religión judaica aunque tal vez sí étnicamente judío. Todo apunta a que predicó un mensaje foráneo en el país donde montó su campaña e inició su misión. Desde luego sus contemporáneos vieron en él a un adepto de la magia egipcia, criterio que también expresa el Talmud de los judíos.


Quizá no eran más que rumores maliciosos, pero varios eruditos y en particular Morton Smith admiten que los milagros de Jesús guardan notable parecido con el repertorio habitual del típico mago egipcio. Además fue entregado a Pilato bajo la acusación concreta de ser «un malhechor», es decir en términos jurídicos romanos, uno que echaba maleficios.


Juan no reconoció a Jesús como Mesías. Quizá lo bautizó, puesto que era uno de sus discípulos, y tal vez éste ascendió de entre las filas hasta convertirse en el segundo de a bordo. Algo salió mal, sin embargo: Juan cambió de parecer y nombró segundo y sucesor a Simón el Mago. Poco después Juan fue muerto.


María Magdalena era una sacerdotisa que fue compañera de Jesús en una pareja ritual, lo mismo que Helena lo fue de Simón el Mago. La naturaleza sexual de su relación queda explícita en muchos de los textos gnósticos que la Iglesia no permitió fuesen incluidos en el Nuevo Testamento. Era también «Apóstol de Apóstoles» y una prestigiosa predicadora, que incluso fue capaz de reanimar a los decaídos discípulos después de la Crucifixión. Pedro la odió porque odiaba a todas las mujeres, y ella tal vez huyó a las Galias porque temió lo que él pudiese hacerle. Y aunque no podamos saber con exactitud cuál era el mensaje, lo cierto es que debió de tener poco que ver con el cristianismo tal como ahora lo conocemos. Magdalena fue cualquier cosa menos una predicadora cristiana.


La influencia egipcia en el relato evangélico es innegable: aunque Jesús se ajustase conscientemente al rol profetizado de Mesías judío con tal de ganar apoyo popular, todo indica que él y María representaban al mismo tiempo el mito de Isis y Osiris, probablemente a fines iniciáticos.


La magia egipcia y los secretos esotéricos estaban en el trasfondo de su misión, y su maestro fue Juan el Bautista. Dos de cuyos discípulos, el sucesor Simón el Mago y la ex prostituta Helena, eran el calco exacto de Jesús y la Magdalena. Tal vez debía ser así. El conocimiento subyacente era de tipo sexual: el de la horasis o iluminación por medio del acto sexual sacro con una prostituta, concepto familiar en todo el Oriente y también al otro lado de la frontera, en Egipto.


Pese a lo que ha pretendido la Iglesia, la mano derecha de Jesús no fue Pedro, que ni siquiera formaba parte del círculo interior como se echa de ver por su reiterada incapacidad para entender las palabras del maestro. Si Jesús tuvo un sucesor designado, debió de ser la Magdalena. (Debe recordarse que predicaban activamente las enseñanzas y las prácticas del antiquísimo culto de Isis, no una variante herética del judaísmo como se cree con frecuencia.) María Magdalena y Simón Pedro emprendieron caminos separados; el uno fundó la Iglesia de Roma, la otra logró transmitir sus misterios a las generaciones de quienes supieron entender el valor del principio de lo Femenino, los «heréticos».


Juan, Jesús y María estaban indisolublemente unidos por su religión (la del antiguo Egipto), que adaptaron a la cultura judía, lo mismo que hicieron Simón el Mago y Helena, aunque éstos prefirieron concentrar sus actividades en Samaria. Y desde luego no formaban parte de este círculo interior de misioneros egipcios Simón Pedro ni el resto de los Doce.


María Magdalena fue reverenciada por la corriente clandestina en Europa porque había fundado su propia «Iglesia», no un culto cristiano en el sentido generalmente admitido de la palabra, sino basado en la religión de Isis/Osiris. Algo muy parecido a lo que predicaron tanto Jesús como Juan.


Éste fue venerado por la misma tradición de los «heréticos», descendientes directos en lo espiritual de quien fue su «monarca sacrificial» y protomártir de una causa agostada en flor. Cuya muerte causó conmoción por las circunstancias atroces que la rodearon, las dudas en cuanto a la responsabilidad y lo que se percibió como una manipulación poco escrupulosa de discípulos de Juan por parte de su ex rival.


Este relato tiene una derivación distinta, sin embargo. Como hemos mencionado, en tiempos corrieron rumores de que Jesús practicó la magia negra con el Bautista muerto. Tal como han señalado en sus obras Carl Kraeling y Morton Smith, desde luego Herodes Antipas estaba convencido de que Jesús había esclavizado el alma de aquél (o su conciencia) para obtener poderes mágicos, siendo cosa convenida entre magos griegos y egipcios que el alma de un hombre asesinado era presa fácil de cualquier hechicero, y en particular de quien pudiese disponer de una parte de su cadáver.

 

No sabemos si Jesús ofició una ceremonia mágica de este género o no, aunque los rumores en el sentido de que el espíritu de Juan estuviese sometido al poder de su rival no habrían perjudicado en ningún sentido al movimiento de Jesús. Al contrario, dada la mentalidad mágica de la época habría servido para que la mayoría de los discípulos de Juan se pasaran al bando de Jesús en vista de la superioridad de los poderes milagrosos de éste. Y como Jesús había contado ya a sus seguidores que Juan fue la reencarnación del profeta Elías, su autoridad debió de quedar reforzada de cara a las masas.
 

Sin embargo, y pese a la peculiar noción de que Jesús hubiese controlado las almas de otros dos profetas por lo menos, los secretos de la tradición clandestina no hacen gran caso de él. O mejor dicho, los heréticos reverencian a Juan y a la Magdalena en tanto que sujetos de la realidad histórica pero considerándolos como representantes de un sistema de creencias anterior a ellos mismos. Es decir, lo que importaba era lo que representaban, en tanto que Sumo Sacerdote y Suma Sacerdotisa del Reino de Luz.


Las dos tradiciones —la centrada en el Bautista y la que veneró a la Magdalena— no se distinguen en realidad sino hacia el siglo XII, cuando aparecieron los cátaros en el Languedoc, por ejemplo, y los templarios alcanzaron el pináculo de su poder. Hay un vacío en la transmisión de esas tradiciones, que parecen sumidas en un agujero negro entre los siglos IV y XII. Fue hacia el año 400 cuando alguien escondió en Egipto los textos de Nag Hammadi, que destacan el rol de la Magdalena.

 

En Francia persistían ideas sorprendentemente parecidas, que luego tuvieron alguna influencia sobre los cátaros. Y si bien la Iglesia de Juan desapareció, según todas las apariencias, después del 50 poco más o menos, se deduce que siguió existiendo por las condenas que los Padres de la Iglesia no dejaron de fulminar contra los sucesores de Juan —Simón el Mago y Dositeo— durante otros doscientos años. Una vez más esa tradición resurge en el siglo XII y adopta la forma de veneración mística de los templarios por Juan.


Es imposible decir con ningún grado de certeza lo que pudo suceder con ambas tradiciones en el intervalo, aunque después de realizar nuestra investigación creemos hallarnos en condiciones de aventurar una conjetura. El «linaje» de la Magdalena continuó en el sur de Francia, aunque cualquier documento que lo corroborase debió de quedar destruido, seguramente, durante la devastación sistemática de la cultura languedociana que acompañó a la cruzada contra los albigenses. Pero los ecos de esa tradición han llegado hasta nosotros, a tenor de las creencias cátaras sobre la relación entre la Magdalena y Jesús y también por el opúsculo de influencia cátara Schwester Katrei, algunas de cuyas ideas derivan claramente de los textos de Nag Hammadi.


Es probable que la tradición sanjuanista sobreviviese independientemente en Oriente Próximo gracias a los antepasados de los mandeos y los nusayríes. Sea como fuere, sabemos que apareció en Europa siglos más tarde. Pero ¿cómo llegó a Europa? ¿Quién supo entender su valor y decidió mantener en secreto esas creencias? Una vez más encontramos la respuesta en aquellos monjes-soldados cuyas operaciones militares en el Próximo Oriente no fueron sino el pretexto para una búsqueda orientada a la consecución del conocimiento esotérico.

 

Los templarios llevaron a Europa la tradición juanista para unirla con la de la Magdalena, con lo cual completaban el sentido de los que durante algún tiempo debieron de parecer misterios separados, el femenino y el masculino. No olvidemos que los nueve templarios fundadores eran oriundos de la cultura languedociana, alma y corazón del culto a la Magdalena. Ni que según la tradición ocultista aprendieron sus secretos «de los sanjuanistas de Oriente».
 

En nuestra opinión, no es de creer que fuese coincidencia esta unión de las dos tradiciones a cargo de los freires. Al fin y al cabo, la meta principal de éstos fue buscar y utilizar los conocimientos más arcanos. Hugo de Payens y sus ocho cofrades fueron a los Santos Lugares con un designio, el de conquistar el poder que puede conferir el conocimiento. Tal vez perseguían también un objeto de gran valor, el cual no sería meramente monetario. Todo indica que los templarios no salieron a buscar la tradición juanista como ciegos que andan a tientas; sabían lo que buscaban, aunque hoy no sea posible decir cómo llegaron a saberlo.


Evidentemente andaba en juego mucho más que unos vagos ideales religiosos. Los templarios eran hombres de mentalidad eminentemente práctica; les interesaba la adquisición del poder material y además, se exponían al castigo inconcebiblemente horrible que la época reservaba a los mantenedores de creencias ocultas. Pero repitámoslo una vez más, esas creencias no eran sólo unas ideas espirituales que alguien decidiese abrazar por la salvación de su alma. Se trataba de secretos mágicos y alquímicos que, como poco, les habrían asegurado una ventaja decisiva desde el punto de vista de lo que hoy llamaríamos «la ciencia».

 

Ciertamente la superioridad de sus conocimientos en materias tales como la geometría y la arquitectura sacra halló su expresión en las catedrales góticas que hoy todavía podemos contemplar como otros tantos libros de piedra donde plasmaron los frutos de su excursión por los mundos de lo esotérico. En su exploración de todos los saberes, los templarios procuraron aumentar su dominio de la astronomía, la química, la cosmología, la navegación, la medicina y las matemáticas, las ventajas de cuya posesión no es necesario ponderar.


Pero no limitaron a esto sus ambiciones en la búsqueda del conocimiento oculto: también persiguieron las respuestas a los grandes y eternos problemas. En la alquimia encontraron quizá la respuesta a algunos de ellos. Esta ciencia misteriosa que ellos abrazaron revelaba los secretos de la longevidad, según se ha creído en todo tiempo, o tal vez los de la inmortalidad física. Pues los templarios no se limitaron a desear una extensión de sus horizontes filosóficos o religiosos: también ambicionaron el poder definitivo, ser los amos del tiempo, vencer la tiranía de la vida y la muerte.


A ellos les sucedieron generación tras generación de «heréticos» que recogieron el guante y continuaron la tradición con fervor no disminuido. Muy grande fue la atracción de esos secretos, sin duda, para que tantas personas estuvieran dispuestas a arriesgarlo todo con tal de poseerlos, pero ¿en qué consistían? ¿Qué tenían las tradiciones de la Magdalena y de Juan el Bautista para provocar semejante celo y devoción?


No se puede contestar a preguntas de este género, pero cabe apuntar tres posibles soluciones.


La primera es que las peripecias de la Magdalena y de Juan el Bautista, puestas en relación nos ofrecen el secreto de lo que muchos creyeron ser la verdadera «cristiandad», la misión auténtica, antes de que aquélla se convirtiese en otra cosa muy diferente.
 

Mientras en derredor se deterioraba la condición de la mujer y se degradaba la sexualidad, quedando en manos de clérigos las llaves de los cielos y de los infiernos, los heréticos buscaban consuelo e iluminación en los secretos de Juan y de la Magdalena. Por la mediación de esos dos «santos» podían unirse en secreto a la sucesión ininterrumpida de los adeptos gnósticos y paganos que se retrotraía al antiguo Egipto (y tal vez más atrás todavía): tal como enseñó Giordano Bruno, la religión egipcia era muy superior al cristianismo en todos los aspectos. Y como hemos mencionado, al menos un templario rechazó el símbolo fundamental del cristianismo, la cruz, por ser «demasiado joven».

    *

      En vez del severo patriarcado del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (para entonces ya masculinizado), los seguidores de esa tradición secreta hallaban el equilibrio tradicional de la antigua trinidad Padre, Madre e Hijo.
    *

      En vez de sufrir los remordimientos de la propia sexualidad, sabían por experiencia propia que ésta era una puerta de comunicación con Dios.
    *

      En vez de permitir que un sacerdote les dijera cuál era la situación de su alma, buscaban la propia salvación directa por medio de la gnosis o conocimiento de lo divino.
    *

      Todo eso ha venido castigándose con pena de muerte durante la mayor parte de los 2.000 años transcurridos, y todo proviene de las tradiciones secretas del Bautista y de la Magdalena.

Como se ve, tenían motivos sobrados para guardarlas en clandestinidad.


La segunda razón del permanente atractivo de estas tradiciones fue que los heréticos mantenían vivo el conocimiento. Hoy tendemos a subestimar el poder que significaron las ciencias en el decurso de la Historia: un solo invento, el de la imprenta, bastó para revolucionar todo un mundo, e incluso que la gente y especialmente las mujeres supieran leer y escribir era poco habitual y se contemplaba con la mayor desconfianza por parte de la Iglesia.

 

En cambio aquella tradición clandestina fomentaba activamente el afán de conocimientos incluso entre las féminas: los alquimistas, hombres y mujeres, trabajaron largas horas a puerta cerrada movidos por el deseo de conocer grandes secretos que superaban las fronteras entre la magia, la sexualidad y la ciencia... no sin descubrir algunos de ellos, según todas las apariencias.


El linaje ininterrumpido de esa tradición clandestina abarca los constructores de las pirámides, tal vez incluso los que erigieron la Esfinge, y los artífices que usaron los principios de la geometría sagrada y cuyos secretos hallaron expresión en la sublime belleza de las grandes catedrales góticas. Ésos fueron los forjadores de la civilización, preservada por ellos a través de la tradición secreta. (No por casualidad, sin duda, se creía que Osiris había transmitido a la humanidad los conocimientos necesarios para la cultura y la civilización.)

 

Y tal como han revelado los libros recientes de Robert Bauval y Graham Hancock,1 algunos de los conocimientos científicos que poseyeron los antiguos egipcios aún no los ha alcanzado nuestra ciencia moderna. Una parte inseparable de ese linaje de científicos heréticos fueron los hermeticistas del Renacimiento, cuya exaltación de Sophia, la búsqueda del conocimiento y la naturaleza divina del Hombre nació, en principio, de las mismas raíces que el gnosticismo.
 

Alquimia, hermeticismo y gnosticismo nos retrotraen inevitablemente a la Alejandría de los tiempos de Jesús, que fue un extraordinario crisol de ideas. Por eso hallamos las mismas nociones inspiradoras en el Pistis Sophia y el Corpus Hermeticum de Hermes Trismegisto, que luego sobrevivieron en las obras de Simón el Mago y los textos sagrados de los mandeos.


Hemos visto cómo se relaciona explícitamente a Jesús con la magia de Egipto y con el Bautista y sus sucesores Simón el Mago y Dositeo. A todos ellos se les cita como «licenciados» de las escuelas ocultas de Alejandría. Y todas las tradiciones esotéricas de Occidente derivan de la misma raíz.


Sería un error, sin embargo, creer que el conocimiento buscado por los templarios o los hermeticistas era sencillamente lo que hoy llamaríamos filosofía o ciencia. Cierto que estas disciplinas eran parte de lo que ellos anhelaban, pero la tradición secreta tiene además otra dimensión que no sería oportuno silenciar.

 

Por debajo de todas las preocupaciones arquitectónicas, científicas y artísticas latía la búsqueda apasionada del poder mágico. ¿Por qué era esto tan importante para ellos? Tal vez hallaríamos la clave en los rumores sobre la «sujeción mágica» de Juan a los poderes de Jesús. Y quizá sea significativo que los templarios, que reverenciaban al Bautista por encima de todo, fuesen acusados de adorar en sus ritos más secretos una cabeza cortada.


En este libro no nos planteamos el tema de la validez y la eficacia (o todo lo contrario) de la magia ceremonial; lo importante es lo que otros han creído durante siglos, y la trascendencia que eso haya tenido para sus motivaciones, sus conspiraciones y los planes que pusieron en juego.


El ocultismo fue la verdadera fuerza motriz de muchos pensadores tenidos comúnmente por «racionalistas», como Leonardo da Vinci y sir Isaac Newton, así como de los círculos interiores de organizaciones como los templarios, ciertos capítulos de la francmasonería y el Priorato de Sión. Entre esa larga filiación de magi, magos secretos, podríamos incluir tal vez al Bautista y a Jesús.


En una de las versiones menos conocidas de la leyenda del Grial, el objeto de la búsqueda es la cabeza cortada de un hombre, puesta en una bandeja. ¿Aludía esto a la cabeza del Bautista, a los extraños poderes de encantamiento que se le atribuían y que se transferían a quien la poseyese? Una vez más, la incredulidad moderna es mala intérprete; lo que importa es que se creyese que la cabeza de Juan además de sagrada era mágica en algún sentido.


También los celtas tienen una tradición de cabezas embrujadas, pero la referencia más pertinente puede ser la cabeza que tenía el templo de Osiris en Abydos, a la que se atribuían dones proféticos.2 En otro mito relativo a otro de los dioses que mueren y resucitan, la cabeza de Orfeo fue llevada por la resaca a las costas de Lesbos, donde se puso a predecir el futuro.3 (¿Sin duda no sería coincidencia que la película más enigmática y surrealista de Jean Cocteau fuese un Orfeo?)
En su falso Sudario de Turín, Leonardo representó decapitado a su «Jesús».


Al principio creíamos que esto no había sido más que un recurso visual para transmitir la idea (procedente de las heréticas opiniones juanistas de Leonardo) de que el decapitado era moral y espiritualmente «superior» al crucificado. Por supuesto la división entre la cabeza y el cuerpo del desconocido difunto del Sudario es deliberada, pero quizá Leonardo trataba de sugerir otra cosa. Quizá quiso aludir a la idea de que Jesús era dueño de la cabeza de Juan, con lo cual absorbía a éste en cierto sentido, convirtiéndose en un «Jesús-Juan», como ha dicho Morton Smith. Recordemos ahora el cartel anunciador decimonónico del Salon de la Rose + Croix que representa a Leonardo como Custodio del Grial.


Hemos visto además que el dedo índice levantado simboliza, en la obra de Leonardo, a Juan el Bautista. Este mismo personaje hace el ademán en la última pintura del maestro y en la escultura que se conserva en Florencia. Lo cual no es tan insólito, porque otros artistas le representaron en la misma postura. En la obra de Leonardo, sin embargo, siempre que otro personaje hace el ademán, estamos ante un clarísimo recordatorio que remite al Bautista.

 

El personaje de la Adoración de los Magos situado junto a las raíces salientes del algarrobo (que tradicionalmente simboliza a Juan) y apunta hacia la Virgen y el niño; Isabel, la madre de Juan, realiza el mismo gesto ante el rostro de la Virgen en el boceto para Virgen y Niño con santa Ana, y el discípulo que tan rudamente se encara con Jesús en la Última Cena taladra el aire con el índice en un gesto inequívoco. Pero además de interpretar que dice, en efecto, «los seguidores de Juan no olvidan», podemos tomarlo como referencia a una reliquia real: el dedo de Juan, que según se creyó figuraba entre las más preciadas posesiones de los templarios.


(En un cuadro de Nicolas Poussin, La Peste d’Azoth, una estatua masculina gigantesca ha perdido la mano y la barbada cabeza. Pero el índice de la mano cortada realiza, inconfundible, «el gesto de Juan».)

  En el decurso de esta investigación hemos sabido que un supuesto templario dijo «el que posea la cabeza de Juan será el amo del mundo». Al principio desdeñamos esta manifestación por arbitraria o, en el mejor de los casos, metafórica en algún sentido. Pero no hay que olvidar que ciertos objetos míticos y al propio tiempo reales han ejercido en todas las épocas una fascinación tremenda sobre los cerebros y los corazones humanos. Entre ellos podríamos citar la «Vera Cruz», el Santo Sudario, el Grial y como no, el Arca de la Alianza.

 

Todos esos objetos legendarios arrastran una mística curiosamente seductora, como si ellos mismos fuesen puertas o puntos de confluencia donde se encuentran el mundo de lo humano y el de lo divino, objetos reales y palpables pero que existen en dos planos de la realidad al mismo tiempo. Si se atribuye poder mágico a un objeto artificial como el Grial, qué no diremos de las reliquias reales y físicas de individuos a quienes se atribuyeron en su día grandes conocimientos ocultos y la posesión de energías sobrenaturales.


Ciertamente hemos visto cómo las reliquias de la Magdalena tienen importancia suprema para ésos de la tradición secreta, y no descartemos que alguien les atribuya poderes mágicos también. En cualquier caso los huesos de la Magdalena serían dignos de suma veneración y, lo mismo que la macabra reliquia de Juan, servirían como tótemes alrededor de los cuales se aglutinarían los heréticos. Con o sin el concepto de poder mágico, para los de la tradición secreta sería una vivencia emocionante la de hallarse frente a la cabeza de Juan y los huesos de la Magdalena: imaginemos lo que supondría el ver reunidos los restos de unos seres humanos tratados durante tantos siglos con tan despiadada y calculada injusticia, en cuyo nombre han padecido además innumerables «heréticos».


El tercer motivo de la atracción permanente de la tradición secreta es la certidumbre moral que ella misma genera: los «heréticos» están convencidos de que ellos tienen razón, y la Iglesia no. Pero no se trataba sólo de mantener viva una religión distinta en el seno de una cultura «ajena»; ellos mantenían lo que creían ser la llama de los orígenes auténticos y el verdadero designio de la «cristiandad». Pero esa convicción frente a lo que era para ellos la «herejía» de la Iglesia cristiana sólo explica la obstinación histórica; en nuestra época actual, con su planteamiento mucho más tolerante en cuestiones de religión, ¿qué necesidad tendrían de seguir manteniéndola en secreto?


Comenzábamos este trabajo por un examen del Priorato de Sión moderno y sus actividades actuales. Cualesquiera que sean los verdaderos designios de esa organización, Pierre Plantard de Saint-Clair ha indicado que ella tiene un programa concreto, un plan mediante el cual pretende obtener ciertos cambios definidos en el mundo en general, aunque apenas podamos hacer otra cosa sino especular en cuanto a su naturaleza concreta.4


Cualquiera que sea el plan maestro del Priorato, es obvio que guarda relación con la herejía descubierta por nosotros. En realidad los Dossiers secrets van sembrando por acá y por allá ciertas frases nada ambiguas, en el sentido de que el Priorato asume históricamente la misión de «eminencia gris» de la tradición secreta. Estas afirmaciones que aluden directa o indirectamente al Priorato son las que dicen:

    «[Ellos son] los fautores de todas las herejías ...»;5 «[están] detrás de todas las herejías, pasando por los cátaros y los templarios, hasta la francmasonería [...]»;6 [son los] agitadores secretos contra la Iglesia [...]»7

Otro documento del Priorato, Le cercle d’Ulysse, publicado en 1977 a nombre de Jean Delaude, incluye las amenazadoras palabras:

    ¿Qué planean los del Priorato de Sión? No lo sé, pero representan una potencia capaz de emprenderla contra el Vaticano en días venideros.8

Y como hemos visto anteriormente, una obra que se supone inspirada por el Priorato, Rennes-le-Château: capitale secrète de l’histoire de France, al discutir las conexiones del Priorato con la «Iglesia de Juan» insinúa acontecimientos que «transmutarán la Cristiandad».


Al comienzo de esta investigación considerábamos la posibilidad de que los del Priorato fuesen víctimas de un delirio colectivo de grandezas, lo mismo que les ocurre a la mayoría de las personas, no lográbamos entender qué secreto celosamente guardado pudiera tener una capacidad tan deletérea como para comprometer la existencia de esa organización tan vasta y bien asentada que es la Iglesia de Roma. Pero ahora, después de nuestros estudios y experiencias, nuestra opinión es que la agenda del Priorato debe tomarse en serio, cuando menos y cualquiera que ella sea.


En realidad no es tan nueva la idea de una entidad organizada y juramentada para derribar la Iglesia. En el siglo XVIII, por ejemplo, cundió la alarma en la Iglesia y en varios Estados europeos cuando empezaron a aparecer sociedades secretas que reivindicaban una ascendencia templaria. Sobre todo Francia tembló bajo la sombra vengativa de Jacobo de Molay: ¿sería posible que los templarios regresaran dispuestos a hacer un escarmiento? Incluso se rumoreó que habían sido los inspiradores de la Revolución francesa.


Sin embargo, esta hipótesis de la venganza templaria no deja de plantear varios problemas. Ninguna organización inteligente se dedicaría a mantener vivo ese fuego durante siglos, y en contra de todas las probabilidades desfavorables, sin más proyecto que el de matar, por ejemplo, a un futuro rey francés y a un papa, ninguno de los cuales tendría nada que ver con lo que hicieron sus antepasados cientos de años atrás. Esa idea se funda en el supuesto de que la supresión de los templarios fuese la razón de su hostilidad contra la Iglesia, pero ¿y si esta enemistad hubiese existido desde el principio?

 

(Según el Levitikon, los templarios estaban contra la Iglesia de Roma desde la fundación de la orden, no por la manera en que fueron eliminados.)


En nuestra investigación hemos observado que los templarios, aparte poseer un conocimiento secreto acerca del cristianismo, se consideraban los legítimos y verdaderos custodios del mismo. Y no hay que olvidar que los templarios y el Priorato de Sión siempre se presentan inextricablemente vinculados; cualquier plan o proyecto que tuviesen los unos seguramente habrá sido asumido por los otros. Además tenemos en el Priorato de Sión un punto de confluencia de las dos corrientes heréticas, la de la Magdalena y la del Bautista.


Representémonos como posible que el Priorato/templarios estuviese a punto de presentar a una atónita cristiandad algún tipo de prueba de las antiquísimas creencias de aquél, algún soporte tangible de su culto tradicional a la diosa, y juanista. Incluso teniendo en cuenta la evidente obsesión de aquéllos por las reliquias, es difícil imaginar en qué podría consistir esa prueba concreta, ni parece - a primera vista, al menos— que pudiese representar una amenaza contra la Iglesia digna de tenerse en cuenta.

Pero el caso del Santo Sudario nos ofrece un ejemplo de cómo las reliquias religiosas tienen una influencia insólita y poderosa sobre los corazones y las mentes. O mejor dicho, cualquier cosa a la que se atribuya una relación con los personajes centrales del drama cristiano está revestida de una resonancia mágica singular: incluso las «antirreliquias» de aquellos osarios recientemente descubiertos en Jerusalén se convirtieron al instante en foco de una intensa polémica y un multitudinario examen de conciencia entre cristianos. Vale la pena tratar de imaginar qué alturas habría escalado la expectación de la gente si la relación entre dichos osarios y la familia de Jesús hubiese sido más demostrable. Sin duda se habrían desencadenado reacciones de histeria colectiva, conforme la comunidad se sintiera engañada, traicionada y espiritualmente desestabilizada.


Las gentes adoran una búsqueda, el viaje en pos de algo que se escapa sin dejar de parecer siempre al alcance de la mano. Es como si tuviéramos programada en nuestro material genético la búsqueda de un Santo Grial o un Arca de la Alianza siempre a punto de ser hallados, como lo ha demostrado la entusiasta acogida que recibió la obra de Graham Hancock The Sign and the Seal.

 

Pero al mismo tiempo, todo el mundo tiene conciencia de que esos objetos, aunque sea emocionante pensar que a lo mejor existen realmente en alguna parte, son meros símbolos, focos o materializaciones de tales o cuales secretos arcanos. Sea o no cierto que el Priorato de Sión y sus aliados se disponen a revelar alguna justificación concreta de sus creencias, nos parece que la Historia misma —y confiamos haberlo demostrado— proporciona algunas claves sobre la validez de esa justificación.

 

Esos proyectos podrán ser muy interesantes, desde luego, pero nosotros no los necesitamos para comprender en qué consiste la supuesta amenaza para la Iglesia... y por extensión, para las mismas raíces de toda nuestra cultura occidental. Muchas cosas dependen de lo que damos por supuesto en el relato cristiano, y muchas e intensas emociones personales se adhieren a conceptos tales como el de Jesucristo, que fue Hijo de Dios y de la Virgen María, y un humilde carpintero que murió por la redención de nuestros pecados, y resucitó. Su vida humilde, tolerante y sufridora es la imagen de la perfección humana y el modelo espiritual para millones de seres humanos.


Jesucristo, sentado a la derecha de su Padre que está en el cielo, contempla a los humillados y desposeídos, y los consuela. ¿No fue acaso Él quien dijo «venid a mí los afligidos, que yo os confortaré»?


De hecho y aun siendo muy probable que Jesús pronunciase esas palabras, simplemente no es verdad que fuesen originales suyas. Porque, como hemos comentado, éstas y seguramente otras muchas por el estilo provienen de las que se atribuyeron a Chreste Isis, la bondadosa Isis, la diosa madre suprema de los egipcios. Sin duda fueron palabras muy familiares para Jesús, lo mismo que para cualquier otro sacerdote de Isis.


Como hemos mencionado, el nivel de información de muchos cristianos actuales en cuanto a los desarrollos de la crítica bíblica es sorprendentemente bajo. Para muchos, nociones como que Jesús fuese un mago egipcio, o la rivalidad entre Jesús y Juan el Bautista, apenas merecerían otro calificativo que el de blasfemas... y sin embargo, no han sido ficciones de novelistas, ni infundios de los enemigos de su religión, sino conclusiones de estudiosos de gran prestigio, algunos de los cuales son también cristianos. Por otra parte, los elementos paganos de la peripecia de Jesús hace bastante más de un siglo que están identificados.


Cuando empezamos a estudiar la cuestión, lo primero que nos sorprendió fue el gran número de especialistas que habían cuestionado el relato tradicional cristiano y presentaban argumentaciones detalladas y meticulosas en favor de versiones prácticamente irreconocibles de lo que fueron Jesús y su movimiento. En especial nos asombró el descubrir los numerosos indicios eruditos de que Jesús no era de religión judía en realidad, sino egipcia. Y sin embargo, tan fuerte es el axioma cultural de que Jesús era judío, que incluso los que habían reunido esas pruebas se abstenían de dar el paso lógico final y de postular que hubiese sido seguidor de la religión egipcíaca.


Son muchos, en efecto, los que han realizado grandes aportaciones a la creación de una imagen radicalmente nueva de Jesús y de su movimiento. En The Foreigner, Desmond Stewart demostró brillantemente que Jesús estuvo influido por las escuelas mistéricas egipcias; pero tampoco Stewart pasó de juzgar esa conexión egipcia como un matiz que modificaba su judaísmo esencial. En cuanto al profesor Burton L. Mack, si bien postula que Jesús no era de religión judaica, al mismo tiempo rechaza el material de las escuelas mistéricas que se halla en los Evangelios, achacándolo a interpolaciones posteriores, hipótesis no sustentada por pruebas de ningún tipo.


Incluso el profesor Karl W. Luckert ha escrito:

    Esos traumas natales [del cristianismo] [...] eran, al mismo tiempo, los verdaderos dolores de parto de su madre, la moribunda religión del antiguo Egipto. La muerte de nuestra anciana madre egipcia ocurrió en aquellos siglos, mientras su vigoroso retoño crecía y empezaba a prosperar en el mundo mediterráneo. Los dolores del parto fueron al mismo tiempo los de la agonía.


    En su existencia de casi dos milenios, esa hija cristiana que le nació a la madre egipcia ha estado relativamente bien informada en cuanto a su ancestral tradición paternal hebrea [...] [pero] hasta la fecha no se le había dicho nada sobre la identidad de su difunta religión madre [...].9

No obstante haber expuesto magníficamente las raíces egipcias del cristianismo, también Luckert se las arregla para equivocar la cuestión, queriendo ver en la influencia egipcia un trasunto indirecto, lejano, de los orígenes egipcios del propio judaísmo. Pero si Jesús enseñó un material procedente de las escuelas mistéricas egipcias, seguramente no le hizo falta ir a buscarlo tan lejos: debió aprenderlo de primera mano, con sólo mirar al otro lado de la frontera, sin necesidad de recomponerlo laboriosamente juntando las fragmentarias e inseguras alusiones del Viejo Testamento.


De todas esas autoridades, sólo una se atrevió a dar el paso lógico decisivo. En Jesus the Magician, Morton Smith aseveró sin más rodeos que las creencias y las prácticas de Jesús eran las de Egipto. Significativamente, basó su afirmación en materiales tomados de ciertos textos mágicos egipcios.


La obra de Smith ha sido concienzudamente ignorada por muchos comentaristas bíblicos, y recibida por otros con tímida aprobación.10 Pero como hemos ido viendo en el decurso de nuestras averiguaciones, el panorama no termina en las opiniones de la alta crítica universitaria. En el decurso de los siglos, muchos grupos han compartido la creencia secreta en los orígenes egipcios de Jesús y otros protagonistas del drama del siglo I; además esos «heréticos» proporcionaron muchas revelaciones sobre los orígenes del cristianismo. Lo interesante es que ahora esas ideas se ven confirmadas por las revelaciones de la crítica neotestamentaria.


Si el cristianismo hubiese sido en efecto un retoño de la religión egipcia, y no una misión única del Hijo de Dios, ni siquiera una derivación radical de una variante del judaísmo, entonces las repercusiones para toda nuestra cultura serían tan enormes y trascendentes que apenas podremos sino esbozarlas aquí.


Por ejemplo, que cuando volvió la espalda a sus raíces egipcias la Iglesia perdió aquella intuición fundamental de la igualdad arquetípica entre los sexos ejemplificada por el equilibrio entre Isis y su consorte Osiris. En principio al menos ese concepto invitaba a respetar lo mismo a las mujeres que a los hombres, porque Osiris los representaba a todos lo mismo que Isis a toda la feminidad. Incluso en nuestra época secularizada sufrimos todavía las consecuencias de esa negación del ideal egipcio. Pues si bien la discriminación entre los sexos no es exclusiva de la civilización occidental, las manifestaciones directas de la nuestra desde luego deben mucho a las enseñanzas de la Iglesia sobre el lugar que incumbe a la mujer.
 

Y lo que es más, al negar sus orígenes egipcios la Iglesia rechazó también, y muchas veces con especial virulencia, todo el concepto de la sexualidad en tanto que sacramento. Al poner el Hijo de Dios célibe a la cabeza de un patriarcado misógino quedó pervertido el mensaje «cristiano» originario. Porque los dioses a quienes veneró el mismo Jesús eran una pareja sexuada, y esa sexualidad era objeto de celebración y emulación por parte de los creyentes. Y sin embargo, los egipcios no han quedado en la Historia como un pueblo especialmente licencioso, pero sí dotado de una espiritualidad digna de atención.

 

Las consecuencias de la actitud eclesiástica frente a la sexualidad y el amor sexual han sido, como sabemos, terribles para nuestra cultura:

    la represión a una escala tal que no sólo ha originado angustias íntimas y remordimientos innecesarios, sino además incontables delitos contra las mujeres y contra los niños, aunque por lo general las autoridades hayan preferido ignorarlos.

Con esto, sin embargo, no acabamos de cosechar los frutos amargos de ese gran error de una Iglesia cristiana que negó sus propias raíces. Durante siglos la Iglesia perpetró rutinarias atrocidades contra los judíos, en la creencia de que el cristianismo y el judaísmo eran rivales. Tradicionalmente la Iglesia consideró que los judíos blasfemaban al negar que Jesús fuese el Mesías: pero si Jesús ni siquiera hubiese sido judío, aún se justifican menos las barbaridades cometidas con millones de judíos inocentes (en cuanto a la otra acusación formulada contra ellos, la de que mataron a Jesús, hace tiempo se reconoció como ficticia, puesto que fue ajusticiado por los romanos).


Hay otra categoría que ha merecido especial hostilidad por parte de la Iglesia durante muchos siglos. En su fervor por establecerse como única religión verdadera, desde siempre declaró la guerra a los paganos.

    En nombre de Jesucristo arrasaron los templos, torturaron y mataron gentes desde Islandia hasta la Patagonia, desde Irlanda hasta Egipto.11

Pero si tenemos razón nosotros y el mismo Jesús era pagano, entonces ese fervor cristiano ha sido una vez más, no sólo una negación de la común humanidad, sino también la de los mismos principios de su fundador. La cuestión no es baladí porque los paganos modernos siguen siendo hostilizados por los cristianos en la sociedad actual.


Que nuestra cultura es judeocristiana, se ha convertido en un lugar común, pero ¿qué pasa si nos vemos obligados a rectificar y resulta que debería ser en realidad egipcio-cristiana? Por supuesto la pregunta queda en el plano hipotético, aunque tal vez nos gustaría más nuestra religión soñada y basada en la magia y el misterio de las pirámides que la basada en la cólera de Yahvé. Desde luego la religión que tiene por trinidad al Padre, la Madre y el Niño siempre ejercerá una poderosa atracción y un profundo sentido de plenitud.


Hemos reseguido la ininterrumpida filiación de la creencia «herética» en Europa, la corriente subterránea de los misterios de la Diosa, la alquimia sexual y los secretos que rodean a Juan el Bautista. Creemos que los heréticos tenían la llave de la verdad en cuanto a la Iglesia de Roma histórica. Hemos presentado el caso en estas páginas, paso a paso, conforme nosotros mismos realizamos los descubrimientos y vimos aparecer el panorama general de entre una plétora de informaciones... y de desinformaciones también, por supuesto.


Creemos que, en conjunto, los heréticos tienen una causa defendible. Desde luego se ha incurrido en una grave injusticia con los personajes históricos de Juan el Bautista y María Magdalena, así que ya iba siendo hora de rectificar. Es necesario que el respeto al Principio de lo Femenino y todo el concepto de la alquimia sexual sean entendidos, si se quiere que la humanidad occidental inicie el nuevo milenio con la esperanza de llegar a verse libre de represiones y sentimientos de culpabilidad.


Si alguna enseñanza puede obtenerse del recorrido que emprendimos con esta investigación y de los descubrimientos realizados en ella, no será tanto que los heréticos tienen razón y la Iglesia no la tiene. Lo que hace falta aquí no son más secretos celosamente guardados ni más guerras santas, sino más tolerancia y apertura a las nuevas ideas, libre de prejuicios y concepciones previas. Si quitamos trabas a la imaginación, quizá seremos dignos de llevar un trecho la antorcha que mantuvieron encendida luminarias tales como Giordano Bruno, Enrique Cornelius Agrippa y Leonardo da Vinci.

 

Y quizá llegaremos a entender mejor el antiguo adagio hermético:

    ¿Es que no sabéis que sois dioses?


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publicado por california a las 16:05 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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