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10 de Mayo, 2009 · General

SEGUNDA PARTE: EVANGELIOS

SEGUNDA PARTE:
EVANGELIOS


En la Pascua de 1996 los medios británicos dedicaron mucha atención a lo que se creyó un descubrimiento sensacional:1 el de unos osarios de Jerusalén, y en éstos, las osamentas de un reducido grupo de personas entre las cuales había un «Jesús hijo de José», a más de dos Marías (una de ellas con inscripción en griego, así que en el contexto podían ser la Virgen y la Magdalena), un José, un Mateo y un «Judas hijo de Jesús».

 

Por supuesto tales nombres, todos aparecidos al mismo tiempo y en tal circunstancia, eran para excitar la fantasía de los cristianos, aunque las implicaciones del descubrimiento no fuesen necesariamente de su agrado. Al fin y al cabo, el cristianismo se basa en la idea de que Jesucristo resucitó de entre los muertos y subió materialmente a los cielos. El hallazgo de sus huesos habría sido catastrófico. Pero ¿eran de veras los suyos y los de su familia?


Seguramente no, hay que admitirlo. La coincidencia de esos nombres tan especialmente resonantes para los cristianos muy bien pudo ser fortuita, porque todos ellos eran muy corrientes en la Palestina del siglo I. La importancia del descubrimiento estuvo en las dimensiones y la intensidad de la polémica que el mismo desencadenó. En programas de televisión y periódicos serios se planteó la cuestión: si se hubiese demostrado que aquellos huesos eran de quien pareció que podían ser, ¿qué habría significado eso para la cristiandad?

 

Para nosotros, uno de los aspectos más reveladores de la cuestión fue el asombro y la indignación con que reaccionaron muchos cristianos ante la posibilidad de tener que enfrentarse con la idea de que Jesús hubiese sido un hombre corriente. Muchos ni siquiera estaban enterados de que aquél había sido un nombre muy común.


Desde luego es comprensible que los cristianos devotos sean partidarios de mantener su fe en Jesús como Hijo de Dios, y además están en su derecho si optan sistemáticamente por no hacer caso de nada que digan acerca de Él los ajenos a dicha creencia. Pero no deja de ser extraño que tantos cristianos de hoy todavía no sepan a qué punto los relatos evangélicos se han revelado demostradamente inexactos.

 

Nunca antes se había podido disponer de tanta información, y en los últimos cincuenta años, digamos, se han escrito libros postulando las más encontradas opiniones acerca de Jesús y su movimiento, y proponiendo las más variadas (y a veces divertidas) teorías. Entre éstas figuran como que Jesús fue un divorciado y padre de tres hijos francmasón, budista, hechicero, hipnotizador, progenitor de un linaje de reyes franceses, filósofo cínico, un hongo alucinógeno... ¡e incluso una mujer!

 

Esa explosión de ideas insólitas y sorprendentes es, en parte, resultado de la disposición contemporánea a discutir de todo, pero el hecho de que haya sido posible suscitar tales ideas es un reflejo de lo que ha revelado la alta crítica moderna: que el relato tradicional de la biografía de Jesús presenta muchos fallos y es, por consiguiente, muy vulnerable. Así pues, aunque nos pongamos de acuerdo en que las ideas descritas sólo han podido florecer porque existía un vacío, lo que están diciéndonos es que los Evangelios precisan ser, no ya reinterpretados, sino prácticamente reescritos.


El vacío sólo llegó a ser perceptible cuando la investigación fundamental puso contexto al relato. Descubrimientos arqueológicos como el de los textos de Nag Hammadi y los Rollos del Mar Muerto nos han facilitado una noción mucho más exacta en cuanto a la época y la cultura en que vivió Jesús. Y de súbito, hemos descubierto que muchos de los aspectos del cristianismo que solíamos considerar únicos y exclusivos no lo eran, a lo que parece. E incluso los conceptos más trillados y asimilados del cristianismo revisten ahora un significado completamente distinto, una vez situados en el contexto de la Palestina del siglo I.


Por ejemplo la locución que los cristianos evangélicos gustan de poner a la entrada de sus iglesias: «Jesucristo es Nuestro Señor». Para ellos esa frase condensa el concepto de que Jesús fue literalmente divino, el Señor, la encarnación de Dios. Se ha tomado de los Evangelios en la creencia de que era un título conferido a Jesús por sus seguidores en reconocimiento de su categoría única. Pero como ha demostrado el prestigioso erudito bíblico Geza Vermes, fue un tratamiento de respeto muy común empleado entonces incluso por los hijos y la esposa para dirigirse al padre de familia, más o menos como nosotros mantenemos el empleo de «señor» o «usted» en nuestro idioma.2 Pero con los siglos, aquella locución cobró vida propia y viene a ser casi la prueba de que Jesús es el Señor del Todo.


Otro ejemplo de cómo la tradición cristiana se ha convertido en dato histórico es la celebración de las festividades principales como la Pascua y la Navidad. Todos los años millones de cristianos celebran en todo el mundo el nacimiento del niño Jesús el 25 de diciembre. Y el relato de tal nacimiento es uno de los más conocidos del mundo: María era una Virgen que concibió por obra del Espíritu Santo; como no había habitación en la posada para ella y su esposo José, el niño fue a nacer en un establo (o como quieren algunas versiones, en una cueva), y los magos y los pastores acudieron a adorar al Salvador recién nacido. Podrá no gustar esta historia a los cristianos más enterados y a los teólogos, pero es una de las primeras que escuchan los niños y así pasa a ser «tan verdad como los Evangelios» desde una edad muy temprana.
 

Cuando el papa juzgó prudente explicar que Jesús no había nacido en realidad un 25 de diciembre, sino que se eligió la fecha porque coincidía con una celebración del Invierno de los antiguos paganos, tal anuncio causó cierta consternación. A muchos cristianos corrientes incluso les pareció una revelación trascendental. Pero apenas se puede creer que semejante anuncio no se hubiese producido hasta 1994. Y sólo es la punta del iceberg, porque los teólogos saben desde hace tiempo que todo el relato de la Natividad es un mito.


Pero la extensión en que la mayoría de los cristianos son deliberadamente mantenidos en la ignorancia por quienes están mucho mejor enterados va muchísimo más lejos:

    la fecha cristiana del 25 de diciembre no es sólo la supuesta Natividad de Jesús, sino que fue también la de numerosos dioses paganos como Osiris, Attis, Tammuz, Adonis, Dioniso y otros más.

Ellos también nacieron en humildes refugios, por ejemplo cuevas, y los pastores asistieron a su nacimiento, que había sido anunciado por signos y prodigios, entre los cuales el avistamiento de una nueva estrella. Y entre sus muchos títulos, estuvieron los de «el Buen Pastor» y «el Salvador de la humanidad». Cuando se les plantea la evidencia de que Jesús sólo fue uno más del largo linaje tradicional de dioses «que mueren y resucitan», los clérigos, suelen refugiarse en una explicación bastante insatisfactoria: que los paganos de la antigüedad tuvieron como una vaga intuición de que algún día iba a presentarse el verdadero Salvador, y partiendo de ella formaron sus emulaciones que, aunque grotescas, prefiguraban la cristiandad que estaba por venir.


Aunque luego volveremos con más detalle sobre los auténticos orígenes del cristianismo, bastará decir por ahora que la común fecha de nacimiento del 25 de diciembre no es la única semejanza entre el relato acerca de Jesús y los de los dioses paganos. Osiris, por ejemplo, el consorte de Isis, murió a manos de los malvados un viernes y «resucitó» tras haber permanecido en los infiernos durante tres días. Y los asistentes a los misterios de Dioniso se comían al dios durante un ágape mágico de pan y vino que simbolizaban el cuerpo y la sangre de aquél. De estos dioses «que mueren y resucitan» tenían noticia, por supuesto y desde hace muchos años, los teólogos, los historiadores y los estudiosos de la Biblia, pero todo sucede como si hubiese existido una conspiración tácita para evitar que tal conocimiento llegase a la «grey» de los fieles.


Con la sobreabundancia de nuevos materiales que aparecen y tienen algún punto de contacto con los orígenes de la cristiandad, es excesivamente fácil que algunos se dejen arrastrar por el entusiasmo y abracen una idea determinada sin la precaución y el discernimiento necesarios. Si no se interpretan bien las fuentes, las conclusiones que se deduzcan pueden resultar muy mal encaminadas. Se ha gastado mucha tinta, por ejemplo, sobre los Rollos del Mar Muerto descubiertos en 1947. Algunos de ellos parecían arrojar nueva luz sobre el cristianismo primitivo. Algunos pasajes de estos manuscritos han persuadido a mucha gente de que Jesús y Juan el Bautista fueron miembros de la secta de los esenios, que tenía sus bases en Qumran, a orillas del Mar Muerto. No sería exagerado decir que esto lo tienen ahora por incontrovertiblemente demostrado muchas personas.


Pues bien, no hay ninguna prueba de que los Rollos fuesen de origen esenio.


Esto sólo fue lo primero que alguien supuso con ocasión de su descubrimiento. También se supuso otra cosa: que los documentos eran escrituras de una sola secta, bien fuesen los esenios u otra de las muchas que vivían retiradas en aquella
comarca. Sin embargo Norman Golb, el profesor más prestigioso de Historia judía, que siguió de cerca el descubrimiento de los Manuscritos del Mar Muerto y los progresos de su estudio, recientemente ha puesto en duda dicha suposición. Ha demostrado que la creencia de que provenían de una sola comunidad no se sustenta en ningún indicio arqueológico, ni suministrado por los manuscritos mismos; ni siquiera está demostrado que hubiese una comunidad religiosa en Qumran. Según cree Golb, los Rollos son en realidad parte de la biblioteca del Templo, trasladada allí para ocultarla durante la insurrección judía del año 70.3


Si Golb tiene razón, y todos los indicios parecen confirmarlo así, están en la obsolescencia prácticamente todos los libros que han venido escribiéndose sobre los Rollos del Mar Muerto. En esencia lo que hizo la mayoría de los autores fue tratar de reconstruir las creencias de una secta a partir de una colección de documentos elaborados por una diversidad de grupos diferentes, pero atribuidos a aquélla. Viene a ser como querer deducir las creencias de una persona leyendo los lomos de los libros que tiene en sus estanterías: nuestra biblioteca particular, por ejemplo, fácilmente da a entender que nos interesan los temas de religión y esoterismo, pero como los libros abarcan una serie de planteamientos diferentes — los escépticos, los racionales, los crédulos—, es obvio que no pueden representar de ninguna manera lo que creemos en realidad.

 

(En cambio cuando fueron descubiertos los textos de Nag Hammadi nadie dijo que fuesen producto de una sola secta.)


Aunque la conexión «esenia» de los manuscritos del Mar Muerto sea una falacia y pese a la categoría de mito moderno que han alcanzado, no dejan de tener profunda importancia histórica para el conocimiento del judaísino de la época. Pero no es probable que sean muy útiles para ningún estudio sobre los orígenes del cristianismo, así que no van a ocupar mucho espacio en el presente.


El peligro de establecer conclusiones de largo alcance sobre premisas deficientes queda ejemplificado por Knight y Lomas en The Hiram Key. Estos autores argumentan que como algunos de los Rollos del Mar Muerto contienen ideas parecidas a las de la francmasonería, y teniendo en cuenta que como ellos dicen «está establecido sin lugar a dudas [...] que los autores de los Rollos del Mar Muerto fueron esenios»,4 pues resulta que los esenios fueron los precursores de la francmasonería. Y como además están seguros de que Jesús era esenio, la conclusión es obvia: Jesús era masón.
Según acabamos de ver, los Rollos no eran de los esenios y tampoco se ha demostrado que Jesús fuese de esa secta, así que todo el argumento se cae por la base. El caso de estos investigadores excesivamente entusiastas servirá al menos de aviso para navegantes.


En el punto a que habíamos llegado juzgábamos necesario reconsiderar los puntos de vista acerca de Juan el Bautista y María Magdalena. Al fin y al cabo iba pareciendo que ambos personajes históricos tenían bastantes títulos para ser tomados muy en serio... como lo hizo el tenaz movimiento clandestino europeo que además ha contado con algunas de las mejores cabezas de todos los tiempos.


El tema principal de lo que hemos dado en llamar la Gran Herejía Europea era la inexplicable veneración, rayaba a veces en la adoración, hacia María Magdalena y Juan el Bautista. ¿Representaba algo más que un tipo de contumacia, una rebeldía persistente contra la Iglesia por mera insumisión temperamental? ¿O habría detrás de esas herejías cosa de más sustancia? Para ver qué base fáctica tenían esas creencias dirigimos nuestra atención al Nuevo Testamento y en particular a los cuatro evangelios canónicos de Mateo, Marcos, Lucas y Juan.


Admitamos nuestra confusión inicial ante la conexión «herética» entre el Bautista y la Magdalena. Además de no hallar nada que los vinculase en la versión oficial del cristianismo, aparte la obvia devoción a Jesús, la investigación superficial de las mismas creencias heréticas tampoco apuntaba ningún denominador común. Las imágenes en sí no pueden ser más diferentes. La de Juan el Bautista es la de un asceta, capaz de dar la vida antes que renunciar a su rígida moralidad, aunque no murió como mártir cristiano y eso tal vez es revelador. (De hecho nada indica que invocase las enseñanzas ni la moral de Jesús cuando firmó su propia sentencia oponiéndose a Herodes Antipas.)

 

En cambio María Magdalena había sido una prostituta, según la creencia común, pero luego se arrepintió y vivió muchos años como penitente. Podríamos decir en cierto sentido que los Evangelios no los presentan como aliados naturales, y desde luego ni siquiera sugieren que llegasen a conocerse.


Sin embargo no sería descabellado deducir que sí se conocieron probablemente. Según los estudiosos el Bautista tuvo fama muy extensa en su época y lugar, a título de predicador justiciero que abandonó las soledades del desierto para predicar a los hombres e invitarlos a arrepentirse. En cuanto a María, fue una de las mujeres seguidoras o discípulas de Jesús, y ocupó un lugar destacado en su séquito. Por otra parte se cree que Juan y Jesús eran primos, o por lo menos parientes carnales.

 

Leyendo entre líneas podríamos imaginar que quizá Juan supo que María Magdalena era una persona dedicada a lavarles los pies a los hombres, llevarles ropa limpia y preparar sus comidas. Tal vez estaba enterado de su pasada reputación y frunció el ceño al advertir esa presencia «impura»... excepto si llegó a bautizarla él mismo, claro está. Lo cual no consta, pero tampoco está escrito que se bautizase, por ejemplo, un apóstol como san Pedro.5


Un estudio más detenido del trasfondo bíblico suministra, no obstante, algunas claves acerca de la conexión entre la Magdalena y el Bautista. De entre los vínculos principales, destaca la complementariedad de sus funciones en relación con la vida pública de Jesús, en la que Juan representa el principio y María simboliza el final.6


Es Juan el que inaugura el ministerio de Jesús mediante el rito del bautismo. Es María el personaje central de los acontecimientos que rodean la muerte y resurrección de aquél. La semejanza principal está en la unción que es el rito oficiado por ambos; hay una evidente analogía entre el bautismo de agua administrado por Juan y la acción de ungir los pies con esencia de nardos a cargo de María de Betania, que según la creencia popular era la misma María Magdalena, y además ésta ungió también el cuerpo de Jesús con mirra y áloe para ser sepultado.


Otro parecido fundamental entre estos dos personajes, además de la curiosa seducción que ambos irradian, es que si bien ambos desempeñaron una importante función ritual en la vida de Jesús, parecen introducidos en el relato evangélico a regañadientes. Entran y salen de las páginas de la Biblia con tal brusquedad, que se origina un peculiar efecto de sobresalto. Por una parte, leemos que Juan murió ejecutado a manos de los verdugos de Herodes, pero por otra parte no consta que Jesús lo lamentase, ni exhortó a sus seguidores en el sentido de que venerasen el recuerdo de Juan.

 

La Magdalena aparece de súbito en el relato cuando éste aborda la Crucifixión, y en evidente situación de cierta intimidad con Jesús; además es la primera persona que presencia la Resurrección... pero ¿por qué no ha sido mencionada antes por su nombre? Tal vez porque los autores de los evangelios estaban obligados a admitir que tanto Juan como María Magdalena habían desempeñado roles tan principales en la biografía de Jesús, que no era posible silenciarlos totalmente, sin lo cual habrían preferido no mencionarlos. Así pues, ¿qué puede haber de Juan el Bautista y María Magdalena que molestase tanto a los autores de los evangelios y a los primeros Padres de la Iglesia?


La marginación deliberada destaca más en el caso de María Magdalena. Por una parte, es evidente su importancia en la historia de Jesús; por otra parte los evangelios no comunican prácticamente ninguna información acerca de ella. Aparte una única mención en Lucas, por ejemplo, su primera aparición verdadera es la de testigo de la Crucifixión. No se nos cuenta cómo llegó a ser seguidora, excepto la indicación de que Jesús la había curado en una ocasión, «expulsando de ella siete demonios». Ni se nos dice cuál era exactamente su misión, sobre todo en las exequias de Jesús.


Al principio habíamos supuesto ingenuamente que todas las seguidoras de Jesús habían recibido ese trato algo discriminatorio porque eran mujeres y por consiguiente ciudadanas de segunda clase desde el punto de vista de unos judíos del siglo I. Pero si fue así, mucho habían cambiado las cosas desde los días de Ruth y Noemí, cuya biografía relató excelentemente el Antiguo Testamento.

 

Está luego el curioso énfasis puesto en el sobrenombre o apellido de la Magdalena. Pues aunque volveremos más adelante sobre las deducciones que pueden sacarse de esto, en principio su empleo por los evangelistas parece confirmar que era una mujer poseedora de recursos propios. Todas las demás mujeres de los relatos evangélicos quedan definidas por su condición de esposa, madre o hermana de algún varón importante. Pero ella es, sencillamente, María Magdalena, casi como si los autores de los evangelios diesen por supuesto que todos los lectores sabían quién fue.


Los evangelios dicen que las seguidoras de Jesús «les asistían con sus bienes», lo cual implica sobre todo que tenían bienes con que asistir. ¿Formó ella parte de algún grupo de mujeres propietarias de recursos propios que esencialmente mantenían al grupo de Jesús? Son muchos los estudiosos que lo creen así.7 Pero cualquiera que fuese su situación económica, María Magdalena, cuando la mencionan por su nombre, figura siempre en primer lugar de la nómina de las discípulas, incluso antes que María la madre, excepto en los casos en que el desarrollo de la narración exige que se mencione en primer lugar a la Virgen.


Los del Priorato de Sión creen que son la misma persona María Magdalena, María de Betania, la hermana de Lázaro, y la mujer que ungió los pies de Jesús. Si fuese así, confirmaría la intencionalidad de la discriminación por parte de los evangelistas. Como si se hubiesen propuesto dificultar la identificación de aquélla y el reconocimiento de sus funciones. En los Sinópticos la mujer que ungió los pies queda en el anonimato, aunque parece muy probable que los autores debían de saber quién era y por qué fue importante lo que hacía.


El mismo proceso de marginación afecta a Juan el Bautista según todas las apariencias. Los modernos estudiosos del Nuevo Testamento admiten que es difícil definir cuál era la relación exacta entre Juan y Jesús. Muchos señalan el excesivo hincapié de Juan en su misión de mero precursor y sugieren que «insiste demasiado» en ello. Es significativo que el evangelio de Marcos, tenido habitualmente por el más antiguo y el que sirvió de fuente a Mateo y a Lucas, insiste mucho menos que los demás textos en el lugar subordinado de Juan. De esto han deducido muchos estudiosos que la sumisión de Juan frente a Jesús, repetida ad nauseam, es en realidad un artificio narrativo destinado a ocultar que ambos hombres y sus respectivos grupos de discípulos eran rivales.


Un escrutinio detenido de los evangelios descubre algunos indicios de tal rivalidad sin necesidad de forzar la interpretación. Para empezar, la lectura objetiva revela que muchos de los primeros y más famosos discípulos de Jesús procedían de las filas de los seguidores de Juan. Por ejemplo se cree generalmente que el joven Juan «el Predilecto» (también personaje central de muchas creencias «heréticas», como hemos visto) fue uno de los acólitos del Bautista y quizás adoptó incluso su nombre en testimonio de respeto. Después de la decapitación de su maestro los seguidores de Juan siguieron formando grupo aparte: se nos cuenta que algunos de ellos acudieron a llevarse su cadáver, y hay pasajes del Nuevo Testamento en que los seguidores de Jesús discuten con los de Juan sobre sus respectivos estilos de vida.8


Más revelador incluso es el pasaje en que Juan expresa sus dudas en cuanto a la identidad mesiánica de Jesús, aunque naturalmente la Iglesia no suele airear mucho ese lugar de las Escrituras. Hallándose en las mazmorras de Herodes, Juan envía a dos de los suyos para preguntarle a Jesús:

    «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?».9

La explicación desde luego es difícil para los teólogos. Por un lado dicen que Juan el Bautista era el designado por Dios para preparar el camino al Mesías y señalarlo al pueblo como tal, lo cual le confiere también cierta medida de inspiración divina... ¡pero luego el mismo «precursor» manda preguntar, por si se hubiera equivocado!


Hay otras señas menos obvias, aunque también reveladoras, de la rivalidad entre ambos hombres. Incluso en las palabras del mismo Jesús recogidas por los evangelios. La primera, en el muy conocido pasaje donde Jesús hace supuestamente un elogio de Juan en presencia del pueblo, diciendo «en verdad os digo que no ha salido a luz entre los hijos de Mujeres alguno mayor que Juan el Bautista»;10 si bien añade luego la sorprendente matización «pero el más pequeño en el reino de Dios es más grande que él».

 

Ha sido muy debatido el significado exacto de estas palabras. Geza Vermes, el eminente estudioso del Nuevo Testamento, compara el empleo de la frase «el más pequeño en el reino de Dios» con otros ejemplos y concluye que es un circunloquio, es decir que la expresión aunque aparentemente impersonal se refiere al mismo que habla.11 En otras palabras, Jesús asegura a la multitud «no digo que Juan no sea un gran hombre, pero yo soy más grande».


Pero hay otra interpretación mucho más obvia, aunque nunca la hemos visto comentada por ningún estudioso de la Biblia. Como se sabe la expresión «nacido de mujer» podía cobrar un matiz insultante porque implicaba una acusación de debilidad.12

 

En este caso el pasaje reviste un carácter muy diferente; entonces la afirmación de que el Bautista era el más grande «de entre los nacidos de mujeres» habría tendido a rebajarlo, y ello quedaría corroborado por la fase añadida, «el más pequeño en el reino de Dios es más grande que él». Si Geza Vermes tiene razón y Jesús estaba diciendo que él era más grande, no se puede mantener que eso sea un elogio para Juan. Al contrario, podría ser una ofensa con el significado de «hasta el más pequeño de mis seguidores es más grande que él».


Se ha sugerido otro desaire apenas velado contra Juan —pero habría sido evidente para los judíos del siglo I—,13 cuando comentó una discusión entre sus discípulos y los de Juan diciendo «nadie echa el vino nuevo en los odres viejos».14 En la época y el país, solía transportarse el vino en odres hechos de pellejos de animales, y como Juan se tapaba con unos pellejos... En el contexto de la discusión es muy posible que el comentario se refiriese a éste.


Es obvio que la rivalidad era bien sabida por los autores de los evangelios incluso cincuenta o más años después de la Crucifixión (que fue, poco más o menos, cuando se escribieron). Quizá los cuatro evangelistas obedecían al propósito oculto de restar importancia al indeseable rival y garantizar que Jesús quedase como superior a él. Desde luego no se puede dudar de que los evangelistas habrían preferido suprimir de la crónica a ese personaje.


Para nosotros quedaba claro que el Bautista y la Magdalena —el que bautizó a Jesús y la mujer que asistió la primera al momento estelar del cristianismo, la Resurrección— están unidos por el hecho de que los autores del evangelio se sintieron, por así decirlo, «descolocados» con respecto a ellos. ¿Sería posible averiguar por qué, y reconstruir sus verdaderas misiones, restablecer su significado originario?


El problema principal es que los libros del Nuevo Testamento son fuentes de información poco seguras. Como todo los textos muy antiguos, han sufrido un proceso incesante de corrección, selección, traducción e interpretación. En el decurso de los siglos se han añadido a los originales pasajes que algunas veces no tienen mucha importancia, pero en otros casos sí modifican el sentido. Por ejemplo, cuando dice en la primera Carta de Juan (5, 7) «porque son tres los que dan testimonio en el cielo, el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, y estos tres son una misma cosa», se sabe que este párrafo es una interpolación posterior.15 Otro pasaje, el de «la adúltera», sólo figura en el Evangelio de Juan y las versiones más antiguas que se conocen no contienen tal episodio.16 Sigue debatiéndose su autenticidad.


Un ejemplo destacable de la confusión que introducen las dificultades de la traducción es el error común de que Jesús fue un humilde carpintero. La palabra que utiliza el original arameo es naggar, que puede significar el que trabaja la madera y también un letrado o persona que tiene instrucción.17 Lo segundo tiene mucho más sentido en el contexto, porque no hay ninguna otra indicación de que Jesús hubiese sido artesano manual; en cambio su gran dominio de las Escrituras lo comentan repetidamente las personas que le escuchan: la palabra naggar sólo aparece cuando se está hablando concretamente de su erudición.18 Pero la idea de que Jesús era carpintero está escrita en la tradición cristiana tan indeleblemente como el «dato» de que nació un 25 de diciembre.


Las fechas en que se escribieron los evangelios canónicos también han sido muy debatidas y controvertidas. Como ha escrito A. N. Wilson:

    Uno de los detalles más curiosos de la erudición neotestamentaria es el hecho de que unos letrados que vienen dando vueltas a los documentos desde hace siglos no hayan logrado resolver siquiera por encima de toda duda cuestiones tan sencillas como las fechas en que se escribieron los evangelios, ni dónde se escribieron, ni menos aún quiénes los escribieron.19

Los manuscritos completos más antiguos que se conservan son del siglo IV, aunque es obvio que son copias de otros textos anteriores. Por ello los estudiosos han intentado establecer su procedencia analizando el lenguaje de los fragmentos
sobrevivientes. Aunque la cuestión no se ha dilucidado de manera definitiva, hoy día se conviene que el Evangelio de Marcos es el más antiguo, y lo fechan quizás en el 70 de nuestra Era. También están de acuerdo en que Mateo y Lucas se basaron
en Marcos y por tanto sus libros deben de ser más tardíos, si bien incorporan material de otras fuentes. En cuanto al Evangelio de Juan se cree que fue el último, y lo sitúan entre 90 y 120 d.C.20


Este cuarto evangelio, el de Juan, siempre ha sido un poco enigmático. Mateo, Marcos y Lucas cuentan más o menos la misma historia, motivo por el cual se llaman los Sinópticos, ya que describen los acontecimientos más o menos en el mismo orden, y la imagen que dan de Jesús es parecida en todos ellos, lo cual no quita que haya muchas discrepancias y algunas contradicciones en diversos episodios. Un ejemplo que viene al caso es el del desacuerdo en el número y nombres de las mujeres que velaron la sepultura de Jesús según los tres evangelistas. En cambio el Evangelio de Juan cuenta los sucesos en un orden muy diferente y además incluye acontecimientos que los demás no mencionan.


Dos ejemplos: las bodas de Caná, donde Jesús realiza su primer milagro, la conversión del agua en vino, y la resurrección de Lázaro, que es un acontecimiento de primera importancia en el relato de Juan. Siempre ha sorprendido a los historiadores de la Biblia que los otros tres cronistas hayan ignorado unos episodios tan llamativos.


Por otra parte, el Evangelio de Juan difiere también por la imagen de Jesús que ofrece. Mientras los evangelios sinópticos cuentan la vida de un doctor de la religión y taumaturgo que encaja bien con lo que sabemos del mundo judío antiguo, el de Juan responde a una actitud mucho más mística y gnóstica, ya que pone mucho énfasis en la divinidad de Jesús. Además el desarrollo de la narración está elegido de manera que vaya explicando dicho sentido trascendental.21


El criterio actualmente más extendido es que Jesús fue un dirigente religioso judío que fue mayoritariamente rechazado por sus propias gentes. Muchos comentaristas modernos no creen que intentase siquiera fundar una nueva religión, y que el cristianismo sobrevino casi por casualidad, cuando resultó que las enseñanzas de Jesús arraigaban en las demás provincias del Imperio romano. Dicen que eso explica nociones tales como la deificación de Jesús: era preciso darlo a conocer como el Hijo de Dios, o literalmente la encarnación de Dios, para que interesara en el mundo romanizado, habituado a la idea de que sus emperadores y sus héroes ascendían al rango de dioses.

 

Como el Evangelio de Juan desarrolla con minuciosidad estos temas, se supone que debió de ser escrito en una época más tardía de la evolución del cristianismo, cuando la incipiente religión intentaba situarse en el contexto más amplio del Imperio romano.


La dificultad estriba en que el de Juan es el único Evangelio que pretende ser obra de un testigo ocular, de alguien que estuvo presente en los principales acontecimientos de la vida de Jesús: el «discípulo predilecto», tradicionalmente identificado con Juan el joven, de ahí que se le atribuya el Evangelio.


Éste contiene ciertamente detalles más circunstanciales, como nombres de personajes que aparecen anónimos en las otras versiones. Por eso algunos entendidos aducen que el de Juan debe de ser el Evangelio más antiguo,22 aunque hay otras interpretaciones, desde de los que dicen que Juan debió de ser el evangelista más imaginativo hasta los que postulan que sí manejó testimonios de primera mano, pero luego les añadió su propia interpretación.


De cualquier manera que se mire, el Evangelio de Juan es muy extraño. Ha causado la perplejidad de los más eruditos debido al difícil entendimiento de su mensaje, en efecto, el tono —que es inconfundible— se halla en flagrante contradicción con los hechos que tan meticulosamente va desarrollando ante los ojos del lector. Por el detalle de la información que contiene, se admite que es el más válido históricamente, y sin embargo también parece el más alejado de la época de Jesús. Demuestra un conocimiento más exacto acerca de las costumbres religiosas de los judíos, pero es el menos judío y el más helenístico en cuanto a la mentalidad que refleja.

 

Es con mucho el más hostil a los judíos —sus diatribas contra ellos manifiestan un odio auténtico—, pero admite con más claridad que los demás evangelios que los romanos, no los judíos, fueron los responsables de la ejecución de Jesús. Y también es el más estridente en su marginación de Juan el Bautista, en tanto dedica muchas palabras a su manifiesta inferioridad e ignora por completo el destino ulterior del Bautista... pero a diferencia de los Sinópticos, menciona que Jesús reclutó a sus primeros discípulos de entre el grupo de Juan, y que los seguidores de uno y otro líder siguieron siendo rivales, con lo cual concede que Juan tuvo su importancia a título propio.


Esta evidente confusión, sin embargo, se explica fácilmente por la multiplicidad de las fuentes utilizadas en la composición del Evangelio de Juan, entre las cuales figurarían relatos de testigos presenciales de la vida pública de Jesús. Como veremos más adelante, algunas de esas fuentes son especialmente reveladoras.


Muchos cristianos actuales siguen creyendo que el Nuevo Testamento es, de alguna manera, de inspiración divina. Los hechos no apoyan esa creencia: fue en 325 cuando se reunió el Concilio de Nicea para debatir cuáles de los muchos libros que circulaban iban a quedar incluidos en lo que se llama «el canon», es decir la regla, la norma, lo autorizado. Es indudable que los conciliares en tanto que hombres aportarían a la tarea sus propios prejuicios y sus intenciones, de lo cual
estamos recogiendo todavía la triste cosecha. A su tiempo el Concilio decidió incluir en el Nuevo Testamento sólo cuatro evangelios, y rechazó para siempre jamás una cincuentena de otros libros que tendrían poco más o menos los mismos títulos para ser considerados auténticos.23


De un plumazo, las opiniones expresadas implícita o explícitamente en el material rechazado se convertían en sinónimos de la herejía. (En realidad la palabra «herejía», o hairesis, en su origen significa precisamente «elección».) En cierto sentido el mismo proceso de selección que funcionó en el Concilio de Nicea, del siglo IV, sigue utilizándose hoy. Al público en general no se le consiente formar una opinión propia acerca de los textos sobrevivientes. Ejemplo de ello es el Evangelio de Tomás, cuya existencia se conocía desde hace mucho tiempo pero del que no se conservaba ninguna versión completa, hasta el descubrimiento de la «biblioteca» de Nag Hammadi en 1945.

 

La satisfacción que sin duda merece tal descubrimiento queda atemperada cuando nos enteramos de por qué lo aceptaron los teólogos: que coincidía con los cuatro evangelios existentes, y así pudo pasar al canon no oficial (si bien la Iglesia católica lo consideró herético). Otros textos procedentes más o menos de la misma época fueron descartados porque las opiniones religiosas contenidas en ellos no iban de acuerdo con las del Nuevo Testamento. Éstos fueron, por lo general, los libros de inspiración gnóstica.


Los cristianos se educan en la creencia de que «tan cierto como el Evangelio» significa la verdad literal, inequívoca, no ambigua, de inspiración divina. Pero entre los especialistas modernos muy pocos admiten que el Nuevo Testamento sea la palabra de Dios, pues saben que la palabra neotestamentaria tiene ni más ni menos la misma validez que cualquier otro testimonio dado por personas que hablan cincuenta o más años después de los acontecimientos que describen.
 

¿Es coincidencia que los evangelios fuesen escritos después que el primer misionero, Pablo, evangelizó muchos de los países del Mediterráneo oriental? Desde luego, en sus epístolas Pablo no da a entender que supiese gran cosa de la vida y hechos de Jesús, excepto que murió y resucitó de entre los muertos. Entonces, ¿los evangelios fueron elaborados para corroborar su versión del cristianismo, o para contrarrestarla? Pues no es probable que los autores desconociesen el ministerio de Pablo.


Los relatos evangélicos, como venimos diciendo, fueron escritos por lo menos cuatro decenios después de la Crucifixión, y la situación había cambiado no poco desde entonces... entre otras cosas, porque la inminente «venida del reino de Dios» prometida por Jesús no se había materializado. Naturalmente, ese lapso presenta en sí tremendos problemas a la hora de juzgar la autenticidad de los evangelios, puesto que no hay manera de saber qué pasajes se basaron en hechos históricos reales, o bien en rumores, o en extrapolaciones basadas en rumores... o fueron inventados. Muchas de las palabras que hoy tenemos por salidas de los labios de Jesús quizá no se recogieron fielmente, o quizá nunca las dijo nadie.24

 

Algunas incluso pudieron ser mal recordadas por sus seguidores (aunque es posible que un pueblo de tradición oral, como los judíos, supiera mantener «puras» las palabras conservadas de memoria por mucho más tiempo de lo que conseguiríamos hoy), o tal vez se le atribuyeron a Jesús manifestaciones de otros. No deja de ser paradójico que una de las pocas vías de que dispone la crítica para asegurar que un dicho es genuino consista en el «principio de disimilitud», es decir en ver si contradice el mensaje más general de los evangelios. En efecto, si va contra el espíritu de lo demás del texto, es menos probable que sea el mismo autor quien lo haya inventado.25


Durante la mayor parte de los dos milenios transcurridos se dio por supuesto que los evangelios eran de inspiración divina y contenían la verdad acerca de Jesús, sin sombra de adulteración, sus enseñanzas y su mensaje a la humanidad. Quedaba entendido que era el Hijo de Dios, enviado para redimir al hombre de sus pecados mediante el acto supremo de sacrificio, y para establecer una nueva Iglesia, quedando caducada la religión del Antiguo Testamento... y por extensión, el paganismo del rnundo grecorromano. No ha sido sino en los últimos dos siglos que se ha sometido la Biblia al mismo escrutinio crítico que cualquier otro documento histórico y se ha intentado ubicar la vida y las enseñanzas de Jesús en el contexto de su época.


Cabía esperar que tal proceso hubiese dilucidado gran parte del carácter y motivos de Jesús. En realidad ha sucedido exactamente lo contrario. Aunque el planteamiento ha revelado que muchas suposiciones eran erróneas —por ejemplo, que Jesús no fue ejecutado a iniciativa de los jefes religiosos de los judíos, sino por los romanos como reo de una conspiración política—,26 fracasa por completo en otras muchas cuestiones, algunas de ellas fundamentales. Podemos decir lo que no fue Jesús, pero sigue siendo difícil decir lo que sí fue.27


Consecuencia de ello ha sido la crisis actual de los estudios neotestamentarios. No han sido capaces de ponerse de acuerdo sobre preguntas tan fundamentales como: ¿Dijo Jesús que él fuese el Mesías? ¿Afirmó ser el Hijo de Dios? ¿Reclamó la corona de Rey de los Judíos? Y son completamente incapaces de explicar el significado de muchas de las cosas que hizo. Ni siquiera logran suministrar una explicación convincente de por qué fue crucificado, porque nada de lo que dijo o hizo Jesús, según el relato de los evangelios, era para ofender tanto a los dirigentes religiosos de los judíos ni al ocupante romano que llegasen al punto de reclamar su sangre.28 Muchas de sus acciones simbólicas, como lo de volcar las mesas de los mercaderes en el Templo, o el acontecimiento crucial de la institución de la eucaristía en la Última Cena, no guardan relación con nada perteneciente al judaísmo.


Lo que causa más perplejidad, sin embargo, es que la erudición neotestamentaria tampoco logra justificar por qué se creó una religión en nombre de Jesús, a fin de cuentas. Si fue verdaderamente el Mesías tan esperado por los judíos, entonces fracasó porque fue humillado, torturado y muerto. Y sin embargo sus seguidores no sólo siguieron venerándole, sino que permitieron que su devoción hacia él los diferenciase y separase de los demás judíos.


Un buen ejemplo de esta confusión académica lo proporcionan las obras de dos especialistas en el Nuevo Testamento, de entre los que más prestigio tienen actualmente, Hugh Schonfield y Geza Vermes. La semejanza entre ambos es asombrosa. Ambos eran estudiosos judíos que desde edad temprana sintieron interés en cuanto a los orígenes del cristianismo, y dedicaron la mayor parte de sus distinguidas carreras profesionales a dicho asunto. Ambos se habían dado cuenta de que los estudiosos cristianos omitían el situar la búsqueda del Jesús histórico en el terreno y el tiempo que le correspondían: los de la cultura Judaica.

 

Los dos confiaban hallar la solución en una detallada comparación entre los relatos de los evangelios, y el judaísmo de los tiempos de Jesús. Además de sus numerosos trabajos académicos, ambos publicaron sendos libros de divulgación que tuvieron una popularidad enorme. En ellos ofrecían los resultados de su vida de trabajo, Schonfield con The Passover Plot (1965), y Vermes con Jesus the Jew (1973). Sin embargo, las conclusiones a que llegaron el uno y el otro apenas podían ser más diferentes.


Vermes presenta a Jesús como un representante del hassidismo, es decir como uno de aquellos predicadores chamánicos, herederos de los antiguos profetas, que se distinguían por su independencia con respecto al judaísmo institucionalizado, y por sus milagros. Aduce que nada en el Nuevo Testamento sugiere que Jesús hubiese asegurado nunca ser el Mesías, ni mucho menos el Hijo de Dios... títulos que le fueron aplicados retrospectivamente por sus seguidores.


Por otra parte Schonfield pretende que Jesús fue primordialmente una figura política que se puso al servicio de la independencia de su nación frente a Roma, por lo cual obró a conciencia cuando adaptó su vida pública a lo que se esperaba del supuesto Mesías, hasta el punto de disponerlo todo voluntariamente para que terminase en su propia muerte por crucifixión.


Fue Schonfield quien reveló en The Passover Plot nuevos motivos para desconfiar de la «verdad» evangélica aceptada. En su obra demuestra que detrás de Jesús y los seguidores conocidos de éste había un grupo secreto que tenía designios propios e interés en manipular la conducta de aquéllos. Aunque la argumentación es conocida vale la pena resumirla aquí.


En el decurso de los acontecimientos según se cuentan en los evangelios, Jesús se encuentra varias veces con ciertos sujetos que no son discípulos suyos directos, ni forman parte de la masa de sus seguidores. Se trata por lo común de personas acomodadas, como el mismo José de Arimatea, que aparece de súbito en la narración evangélica para monopolizar el sepelio de Jesús. Los personajes centrales de esa organización eran los del grupo de Betania, de la que dice Schonfield que era «la base de operaciones» de Jesús.29


A lo que parece, este grupo se encargó de que Jesús cumpliese la misión asignada de Mesías esperado, sobre todo en la circunstancia de la entrada en Jerusalén. La borriquilla que montó en cumplimiento de lo profetizado por Zacarías (9, 9) obviamente alguien debió de traérsela, provisto además de un santo y seña para la entrega... aunque los discípulos no estaban al corriente de eso.30


Luego se encontró una sala a tiempo y dispuesta para la Última Cena pese a ser la época de mayor aglomeración de todo el año, cuando Jerusalén estaba a rebosar de peregrinos. Jesús les dice a sus discípulos que vayan a la ciudad y busquen a un hombre que lleva un cántaro de agua (y difícilmente se habría encontrado nada más susceptible de llamar la atención, porque normalmente sólo las mujeres se ocupaban de tan servil trabajo); una vez más se pronunció una contraseña, tras lo cual los hicieron pasar a la sala de arriba.31


Esto indica que los discípulos no estaban enterados de muchas de las cosas que ocurrían mientras Jesús iba siguiendo un programa preparado, en el que tuvo mucho que ver la familia de Betania. Es otro ejemplo de cómo los evangelios no reflejan la imagen completa de Jesús.


Hoy día muchas personas saben que se le han atribuido a Jesús motivaciones políticas. También es del dominio público que hubo entre sus discípulos miembros de diferentes facciones, alguna de ellas tan extremista que hoy los llamaríamos terroristas. El apellido de Judas, que habitualmente se da como «Iscariote», hoy la mayoría de los especialistas creen que derivaba de sicarii, que era el nombre de uno de esos grupos. Y también hubo un Simón el Zelote, lo cual indica que se hallaba en el entorno de Jesús más de un partidario de la violencia.32


Las obras de Schonfield y Vermes son bastante conocidas y se encuentran con facilidad. En cambio el trabajo de otro estudioso bíblico que merecería una audiencia mucho más amplia no ha tenido la misma fortuna.


En 1958 hubo un descubrimiento sumamente significativo realizado por el doctor Morton Smith (el futuro profesor de Historia antigua en la Universidad de Columbia, Nueva York) en la biblioteca de Mar Saba, a unos dieciocho kilómetros de Jerusalén, donde había una clausura de la Iglesia ortodoxa oriental. Aquel monasterio lo había visitado Smith por primera vez durante la segunda guerra mundial cuando él era un estudiante y la contienda lo atrapó en Palestina. Habiendo comprendido la posible importancia de los documentos acumulados en la biblioteca desde hacía siglos, regresó allí en 1958.


El descubrimiento más notable que realizó en Mar Saba fue el de unos fragmentos de un «Evangelio secreto» atribuido a Marcos.33 Lo que halló en realidad fue la copia de una carta de Clemente de Alejandría, un Padre de la Iglesia del siglo II. La copia databa de la segunda mitad del siglo XVII, no antes por cuanto estaba escrita en las guardas de un libro impreso en 1464 (era práctica común la de copiar los documentos muy antiguos cuando empezaban a deteriorarse). Por el análisis del estilo, sin embargo, que contenía muchos giros típicos de Clemente, los paleógrafos establecieron que la epístola original debía de ser suya sin duda.

 

A su vez la carta cita parrafadas del evangelio secreto en cuestión, y éstas contienen peculiaridades según las cuales resulta probable que el documento sea auténtico. (Por ejemplo, describe un enfado de Jesús. De los evangelios canónicos, únicamente Marcos atribuye emociones humanas normales a Jesús; los demás extirparon de sus relatos tales elementos, y tampoco es probable que un Padre de la Iglesia como Clemente inventase detalles así.)


La carta de Clemente es una contestación a un tal Teodoro que por lo visto le había escrito pidiéndole consejo acerca de cómo entendérselas con una secta herética llamada de los carpocratenses (por Carpócrates, el nombre del heresiarca).


Érase ésta un culto gnóstico que incluía la práctica de ritos sexuales, lo cual como era de esperar pareció muy mal a Clemente y a otros Padres de la Iglesia. Todo indica que las doctrinas de la secta se basaban en ese Evangelio de Marcos alternativo. En su carta, Clemente admitió que el evangelio existía y era auténtico - aunque acusaba a los carpocratenses de haber interpretado erróneamente y falsificado algunas partes del mismo—, y también que lo escribió Marcos para recoger las enseñanzas esotéricas de Jesús, es decir las no destinadas a ser reveladas a los cristianos de a pie. Este «Evangelio secreto de Marcos» era del todo parecido a la versión canónica y más conocida, excepto que contenía por lo menos dos pasajes deliberadamente expurgados en aquélla porque no debían ser vistos por los «no iniciados».

El descubrimiento era significativo por tres razones.

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      La primera, lo que revela sobre los años de formación de la Iglesia cristiana y los métodos utilizados por los Padres de la Iglesia para establecer el canon del dogma cristiano. Demuestra que sí se retocaban y censuraban los textos, y que incluso libros a los que se reconocía el mismo valor que a los evangelios canónicos eran mantenidos fuera del alcance de los seguidores comunes y corrientes. Además se descubría que incluso un
      personaje tan augusto como Clemente estaba dispuesto a mentir con tal de evitar que ese material se divulgase: aunque le confiesa a Teodoro que el Evangelio secreto de Marcos existe, le aconseja que lo niegue ante cualquier otra persona que lo pregunte.
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      El segundo aspecto de importancia es la confirmación de que los evangelios canónicos y demás libros del Nuevo Testamento no dan una imagen completa de las enseñanzas y los móviles de Jesús, y que (tal como ya sugerían algunas de sus palabras citadas en los evangelios canónicos) distinguía por lo menos dos niveles en sus enseñanzas, el exotérico para los seguidores comunes, y el esotérico para los discípulos privilegiados, o el verdadero círculo interior de iniciados.
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      El tercer punto significativo del descubrimiento de un Evangelio secreto de Marcos, y éste es de especial interés para nuestra averiguación, reside en la naturaleza de los pasajes que Clemente cita en su carta.

El primero es un relato de la resurrección de Lázaro, aunque en esta versión no se cita su nombre sino que lo describe simplemente como «un muchacho». La narración es muy parecida a la del Evangelio de Juan, excepto que en esta versión el milagro propiamente dicho tiene una secuela: dice que seis días más tarde el muchacho se le presentó a Jesús «desnudo y tapándose únicamente con una pieza de lino». Y se quedó con él toda una noche, durante la cual recibió «el misterio del reino de Dios».34

 

Lo cual da a entender que la resurrección de Lázaro no fue milagrosa sino figurada, como parte de un rito de iniciación que comprende una muerte y un renacimiento simbólicos; luego se le participan al candidato las doctrinas secretas. Ese tipo de ritual era corriente en muchas de las religiones mistéricas tan practicadas en el mundo grecorromano, pero ¿incluía también una iniciación homosexual como quizás habrán deducido algunos lectores?


Desde luego Morton Smith especula que pudo ser así juzgando por la alusión concreta a la desnudez apenas cubierta del joven, y el hecho de pasar toda la noche con su maestro Jesús. En nuestra opinión, sin embargo, esa interpretación es demasiado modernista y sensacionalista, porque las escuelas mistéricas solían incluir habitualmente tanto la desnudez como las largas horas de encierro en compañía del iniciador, sin que eso incluyese necesariamente una actividad sexual.
 

También nos parece importante que el relato se refiera a la resurrección de Lázaro. Como hemos mencionado, este pasaje del Evangelio de Juan no aparece en ninguno de los demás, lo cual ha sido citado por los críticos queriendo demostrar que ese evangelio no era auténtico. El mismo hecho de que estuviese antaño incluido en otro evangelio, y luego lo suprimieran ex profeso, viene a confirmar la autenticidad de Juan y explica por qué se censuraban unos hechos tan significativos. Era que suministraban pistas sobre la existencia de una enseñanza secreta reservada por Jesús a su círculo interior.


El otro pasaje citado por Clemente es más breve pero también interesante, porque viene a llenar una omisión del relato, que ya había sido descubierta por los eruditos. En el Evangelio canónico de Marcos (10, 46) viene esta curiosa descripción:

    «Después de esto, llegaron a Jericó; y al partir de Jericó con sus discípulos, seguido de muchísima gente, Bartimeo el ciego, hijo de Timeo, estaba sentado junto al camino pidiendo limosna».

No tiene sentido decir que Jesús fue a Jericó para continuar en seguida explicando que se marchó de allí; es evidente que falta algo. La carta de Clemente confirma que así es y da el párrafo censurado, que reza:

    Y fueron allí la hermana del joven a quien amaba Jesús y su madre y Salomé, pero Jesús no las recibió.

Lo omitido parece bastante inocuo y no ha llamado tanto la atención como el pasaje de «Lázaro», pero en realidad tiene mucha más trascendencia de la que se aprecia a primera vista. El joven a quien amaba Jesús es Lázaro; en el Evangelio de Juan aparece de nuevo, y en relación con la misma persona, la expresión «aquel a quien amas». (Y como la frase también se aplica al discípulo en cuyo testimonio se funda el Evangelio, es decir «Juan», no sería descabellado suponer que el «discípulo predilecto» y Lázaro eran el mismo.)

 

Las hermanas de Lázaro son María y Marta de Betania, y se admite tradicionalmente que esta María es la misma que María Magdalena; en cuyo caso, ella sería una de las tres mujeres a quienes Jesús no quiso ver en Jericó.


A causa de su brevedad este pasaje no tiene las implicaciones teológicas que el relato largo sobre Lázaro citado anteriormente. Por lo mismo cobra mayor importancia que se decidiese suprimir una frase banal en apariencia, y ello en una época tan temprana. ¿Qué motivo podían tener los Padres de la Iglesia para negar a sus seguidores el conocimiento de que hubiese algún tipo de situación entre Jesús y la hermana de Lázaro —posiblemente María Magdalena—, su madre y una mujer llamada Salomé?


Los eruditos han reaccionado ante el descubrimiento de Smith no haciendo caso de sus implicaciones y diciendo que es demasiado insustancial para dar pie a ningún análisis. Pero en nuestra opinión sí plantea algunas cuestiones interesantes.
Clemente creyó que Marcos había escrito este «evangelio secreto» durante su residencia en la ciudad egipcia de Alejandría. Teniendo en cuenta que los «mitos fundacionales» tanto del Priorato de Sión como del Rito de Menfis relacionan al sacerdote egipcio Ormus con san Marcos, ¿podríamos ver en ello una alusión velada a esa tradición secreta?


El descubrimiento del Evangelio secreto de Marcos confirma que los libros del Nuevo Testamento, tal como los conocemos hoy, no son crónicas desapasionadas de la vida y el ministerio de Jesús. En cierta medida podríamos considerarlos obras de propaganda. Se creería imposible reconstruir una imagen exacta de los primeros días de la cristiandad a tenor de lo que dicen. Pero no hay que desesperar del todo. La propaganda sí puede servir para deducir conclusiones razonables. siempre y cuando tengamos presente que lo es. Se consigue que revele lo que trataba de ocultar analizándola con detenimiento. Es sospechoso todo pasaje intencionadamente oscuro, o que omite nombres sin un motivo obvio.


Por otra parte consuela saber que buena parte del material «prohibido» que se suprimió de los textos originales del Nuevo Testamento, o aparecía en los evangelios completos pero descartados del canon por el Concilio de Nicea, ha sido conservado en secreto por los supuestos «heréticos», cuya herejía muchas veces consistió sencillamente en que sabían la verdad acerca de esos pasajes censurados. Pues bien, ¿qué contenía ese material suprimido y en qué consistía el posible daño para la Iglesia, para motivar que fuesen incansablemente perseguidos los que estaban en el secreto, y condenados a la hoguera?


Teniendo en cuenta las pistas halladas en nuestra investigación de los movimientos clandestinos europeos, nos propusimos un replanteamiento de la biografía de Jesús y de sus enseñanzas. Llevábamos ya varios años luchando con la masa de informaciones diversas reunidas de múltiples fuentes, desde los textos teológicos admitidos hasta entrevistas con los propios «heréticos», desde las páginas del Nuevo Testamento y los textos apócrifos y gnósticos hasta las obras de los alquimistas y de la Hermética. Poco a poco empezaba a perfilarse una pauta... pero ésta era tan sorprendente, tan distinta de la versión de los hechos que se enseña en las iglesias, que al principio no dábamos crédito a nuestras propias conclusiones.


¿Y si aquellos llamados «heréticos» por su conocimiento secreto de la historia auténtica de Jesús, fuesen los verdaderos cristianos en realidad? ¿Qué puede revelarnos un análisis verdaderamente desapasionado de la Historia en cuanto a los trascendentales acontecimientos de la Palestina del siglo I? Iba siendo hora de quitarnos la venda del prejuicio y mirar más allá del mito.
De trascendencia obviamente enorme, pero no aclarada, fue la mujer que se llamó María Magdalena para los antiguos movimientos «heréticos» clandestinos de Europa. Sus lazos con la veneración de las Vírgenes negras, con los trovadores medievales y las catedrales góticas, con los misterios que rodean al abbé Saunière de Rennes-le-Château y el Priorato de Sión, implican algo en ella que pareció siempre muy peligroso para la Iglesia.


Como hemos visto, se tejen muchas leyendas alrededor de esa mujer enigmática y poderosa. Pero ¿quién fue, y cuál es su secreto?


Ya hemos dicho que hay pocas referencias explícitas a «María Magdalena» en los evangelios del Nuevo Testamento. Por el tenor de las menciones, sin embargo, queda claro que fue la más importante de las discípulas de Jesús... todas las cuales han sido ignoradas casi totalmente por la Iglesia, y siguen siéndolo. Si se habla de ellas para algo, por lo general interviene el sobreentendido de que la palabra «discípulo» tiene más peso en cuanto se trata de hombres.

 

En efecto, la presencia de las discípulas ha sido menospreciada en medida injustificable, y ello por comentaristas muy posteriores a la época de los evangelistas. Pues si los judíos del siglo primero y de aquella cultura pudieron tener alguna dificultad de tipo sociológico o religioso para admitir el concepto de que unas mujeres fuesen importantes, a los críticos más recientes no les vale esa excusa. Sin embargo, el debate sobre el sacerdocio femenino en la Iglesia anglicana, por citar sólo un ejemplo, demuestra que no ha cambiado gran cosa en los 2.000 años transcurridos.

 

Para los creyentes de allí y de todas partes, «discípulos» se refiere automática y exclusivamente a los seguidores masculinos: Pedro, Santiago, Lucas y los demás, pero no «María Magdalena, Juana, Salomé...», pese al hecho de que haberlas las hubo, como ni siquiera los autores de los evangelios dejaron de reconocer.


Durante la inacabable discusión sobre el ministerio femenino (ni siquiera las mujeres partidarias se atrevieron a usar el término de sacerdotisas, por sus resonancias paganas), circularon las representaciones más extraordinariamente erróneas en cuanto al séquito de Jesús, siempre con el fin de «demostrar» que las mujeres citadas no eran en realidad miembros de la clerecía. Se dijo por ejemplo que el discipulado de Jesús estaba compuesto exclusivamente de hombres, pese al hecho de estar citadas por sus nombres las mujeres de su entorno: la tradición judía de la época significaba que si los evangelistas hubiesen tenido la posibilidad de omitirlas, podían hacerlo y lo habrían hecho.

 

Pero las nombran, y eso significa que no era posible omitir su participación en el ministerio, como también sucedió sin duda alguna entre las generaciones cristianas inmediatamente posteriores. Porque según ha demostrado concluyentemente, entre otros, Giorgo Otranto, profesor italiano de Historia de la Iglesia, durante varios siglos las mujeres no se limitaron a ser miembros de la congregación sino que oficiaron en el sacerdocio e incluso en el episcopado.


Tal como ha escrito una autoridad en el tema de las mujeres del cristianismo primitivo, Karen Jo Torjesen, en su libro When Women Were Priests (1993):

    Bajo el arco mayor de una basílica romana dedicada a dos santas, Prudenciana y Práxedes, vemos un mosaico que representa a cuatro personajes femeninos: las dos santas con María y una cuarta mujer que lleva el cabello cubierto por un velo y un halo cuadrado alrededor de la cabeza, recurso expresivo mediante el cual nos indica el artista que la persona retratada vivía cuando se realizó el mosaico. Los cuatro rostros nos contemplan serenamente sobre el fondo dorado.

     

    Fácilmente se reconoce a María y a las dos santas, pero la identidad de la cuarta no es tan obvia, aunque una nítida inscripción nos la identifique como Theodora Episcopa, es decir la obispa Teodora. En latín la palabra masculina obispo es episcopus, y la forma femenina es episcopa, así que la evidencia visual del mosaico y también la evidencia gramatical de la inscripción aseguran sin posible equívoco que la obispa Teodora fue una mujer. Pero la a de Theodora está parcialmente borrada por unas rayas hechas en el vidriado del mosaico, lo cual nos lleva a la consternante conclusión de que alguien, tal vez ya en la Antigüedad, quiso suprimir la desinencia femenina.1

Los clérigos actuales suelen meterse en jardines argumentales no poco laberínticos cuando intentan negar lo que anuncian esas imágenes de sacerdotisas. Dirían, por ejemplo, que Teodora era la madre de un obispo, como efectivamente se ha intentado, pero los hechos hablan por sí solos. Las mujeres del siglo I no servían sólo para preparar el café y los bocadillos, como diríamos hoy, sino que oficiaban la eucaristía y dirigían la oración de sus congregaciones. En aquellos primitivos tiempos a nadie se le ocurrió sugerir lo que sí se ha dicho en época reciente:2 que una mujer durante la menstruación podría contaminar, no se sabe cómo, las Sagradas Formas.


No fue hasta noviembre de 1992 que la Iglesia de Inglaterra votó definitivamente la espinosa cuestión y decidió permitir la ordenación de mujeres por el estrecho margen de dos votos. Aunque no tenemos el propósito de terciar en la polémica sobre el asunto, manifestaremos nuestra simpatía hacia las numerosas mujeres que enfrentándose a dificultades enormes procuraron hacer entender a sus «superiores» masculinos que no pedían otra cosa sino un retorno a lo que fue en los comienzos, no una reinterpretación radical que se le hubiese ocurrido a alguien del siglo XX.

 

Al reinvindicar que se les permitiese recibir el sacramento del Orden, no solicitaban otros derechos sino los que tuvieron hace siglos. (Más curioso aún es que la verdadera condición de la mujer en la Iglesia primitiva fuese conocida, por ejemplo, en el siglo XVII, cuando Agrippa incluye en su tratado sobre la superioridad de las mujeres, al que nos hemos referido en el capítulo 7, las palabras «[no olvidemos] a tantas santas abadesas y monjas como viven entre nosotros, a quienes antiguamente no se tuvo reparo en llamar sacerdotisas».)3


Había buenas razones, sin embargo, para que las mujeres tuvieran un lugar destacado en los cultos de Jesús, aunque por desgracia eran las mismas que las exponían a que determinado tipo de hombres procurasen denigrarlas y arrebatarles sus funciones. Si bien volveremos sobre esta cuestión más adelante, quede sentado por ahora que es indudable que las mujeres desempeñaron dignidades sacerdotales en la Iglesia paleocristiana, en pie de igualdad con los hombres como mínimo.


El clero masculino cuando quiere ser condescendiente explica que las mujeres nombradas en las Epístolas y en los Hechos se limitaban a proporcionar hospitalidad a los apóstoles, hombres que andaban por ahí predicando y bautizando a las gentes. Esta hospitalidad se les agradece a mujeres que se llaman Luculla y Felipa, y es evidente que muchas de ellas eran ricas y tal vez asombrosamente independientes para lo que se usaba en su época y circunstancia. Aunque aquí vamos a poner en tela de juicio que ésa fuese su única función, por la manera en que se habla de María Magdalena también es obvio que ella fue una de las primeras protectoras femeninas de ese género.


Ella y otras mujeres «los asistían con sus bienes [a Jesús y a los hombres que le seguían]», lo cual significa que los sustentaban económicamente. En otros lugares se menciona a las mujeres «que le seguían» y las palabras del original implican una participación plena en las actividades y las prácticas del grupo.


Como hemos visto, María Magdalena es la única mujer de los Evangelios no caracterizada como hermana, madre, hija o esposa de algún hombre. Tiene nombre propio, sencillamente, y aunque esto puede ser ignorancia de los cronistas en cuanto a su identidad, mucho más verosímilmente debió de ser conocida en su tiempo que no hiciese falta explicar quién era a ninguno de los primeros cristianos.


De su relación con los demás cabe debatir, pero lo que sí resalta claramente de los textos evangélicos es que fue una mujer independiente. Tal como recuerda Susan Haskins, eso evidencia que tenía «medios propios».4


Son pocos los personajes de] Nuevo Testamento que tienen un señalamiento como el de María (la) Magdalena y entre esos pocos resaltan Jesús el Nazareno y Juan el Bautista.


¿Qué significa ese nombre? Se viene diciendo tradicionalmente que «Magdalena» quiere decir «de Magdala» y siempre se nos repite que apunta a un pueblo de pescadores de Galilea llamado El Mejdel. Pero nada demuestra que fuese así, ni que el pueblo se llamase Magdala en tiempos de Jesús (de hecho, lo que hoy se llama El Mejdel aparece citado como Tariquea por Josefo). Sí hubo en cambio un Magdolum al nordeste de Egipto, cerca de la frontera con Judea, probablemente el Migdol que menciona Ezequiel.5


En cuanto al significado del nombre, se proponen diversas interpretaciones como «lugar de la paloma», «lugar de la torre» y «templo de la torre».6


Pudiera ser que el nombre de Magdalena hiciese referencia a un lugar y también a un título, considerando la expresiva profecía del Antiguo Testamento (Miqueas 4, 8):

            Y tú, Torre del Rebaño,
            Fortaleza de la hija de Sión,
            a ti vendrá el antiguo poder,
            el reino de la hija de Jerusalén.

Pues tal como observó Margaret Starbird en su estudio de 1993 sobre el culto a la Magdalena, The Woman with the Alabaster Jar, las palabras que se han traducido por «torre del rebaño» dicen Magdal-eder, y agrega:

    En hebreo, el epíteto Magdala significa literalmente «torre» o «exaltado, grande, magnífico».7

¿Era conocida en tiempos de la Magdalena su relación con las torres, más significativamente, con la restauración de Sión? También es muy revelador el significado de Magdal-eder como «torre del rebaño», que viene a ser como atalaya o custodia de unos seres menores... quizás incluso una «Buena Pastora».


María Magdalena ha causado ya una conmoción contemporánea cuando los autores de The Holy Blood and the Holy Grail aseguraron que había sido consorte de Jesús. Aunque en realidad la proposición no era nueva muchos se enteraron por primera vez y, claro está, hubo el previsible escándalo.

 

La presunción pecaminosa asociada a la sexualidad se halla tan profundamente arraigada en nuestra cultura, que cualquier sugerencia de que Jesús pudo tener una pareja sexual parece sacrílega y rechazable, aunque fuese en el contexto de un matrimonio monógamo amantísimo y con todas las de la ley. La noción de un Jesús casado sigue juzgándose improbable, en el mejor de los casos, y en el peor se atribuiría a una obra del Diablo. Pero hay muchos motivos para creer que Jesús tuvo en efecto una relación íntima... y muy probablemente con María Magdalena.


A muchos comentaristas les ha extrañado el absoluto silencio del Nuevo Testamento sobre la situación marital de Jesús. Pero los cronistas de aquella época y circunstancia describían a la gente en función de lo que los diferenciaba de los demás. Un hombre de más de treinta años y que todavía no se hubiese casado desde luego llamaría la atención. Conviene recordar que sólo disponemos de la imagen de Jesús que trazaron los evangelistas, y tanto ellos como sus informantes tenían una mentalidad esencialmente judía.

 

Para los judíos el célibe incurría en un desacato a la voluntad de Dios porque se sustraía al deber de perpetuar el pueblo elegido, lo cual no dejaría de serle reprochado por los ancianos de la sinagoga. Según Geza Vermer, algunos rabinos del siglo II llegaron a comparar la «abstención deliberada de procrear con el homicidio».8 Esas genealogías que tanto abundan en la Biblia y nos parecen superfluas a nosotros, revelan que los judíos estaban orgullosos de sus linajes, y todavía hoy son de los pueblos que más valoran los vínculos de la familia.

 

El matrimonio siempre ha sido centro principalísimo de la vida judía, sobre todo cuando la nación se veía amenazada como sucedió bajo la ocupación romana. Que un predicador carismático y famoso no fuese marido y padre de familia, habría constituido una especie de escándalo y desde luego habría sido un milagro que el grupo fundado por él hubiese tenido continuidad después de la desaparición del fundador.


De acuerdo con el Nuevo Testamento, Jesús y sus seguidores tuvieron numerosos enemigos, pero no ha llegado hasta nosotros ningún testimonio que los acusara de constituir una camarilla de homosexuales, como ciertamente habría sucedido si hubieran sido un grupo de hombres célibes. En cuyo caso el suceso habría llegado a Roma y hoy se sabría. Los escándalos de ese género no son una exclusiva del moderno periodismo; Pilato y sus adláteres eran unos romanos que habían visto mundo, y los judíos tampoco negaron la existencia de la homosexualidad, aunque fuese para condenarla sin remisión. Si Jesús y sus discípulos varones hubiesen sido célibes y hubiesen predicado el celibato, desde luego no habrían tardado en ser investigados por las autoridades.


Los eruditos por lo general prefieren evitar el tema del celibato y por eso suelen admitir sin discusión la creencia tradicional de que Jesús no tuvo mujer. Pero cuando sale a colación el tema se pone de manifiesto la dificultad de demostrar cuál fue su «estado civil». Por ejemplo Geza Vermes, a quien mencionábamos anteriormente, en su intento de trazar la figura histórica de Jesús procura encajarlo en la pauta de los hassidim, los sucesores de los profetas del Antiguo Testamento.

 

De este modo trata de explicar los actos y las enseñanzas de Jesús en función de ese rol, lo cual consigue con bastante acierto algunas veces, y otras no tanto, por comparación con lo que hacían y decían otros representantes conocidos del hassidismo de su época. Pero al abordar la cuestión del celibato de Jesús, que dicho autor admite, empiezan las dificultades. La primera, verse obligado a admitir que la mayoría de los personajes históricos por él utilizados como término de comparación eran casados y padres de familia.

 

O mejor dicho, sólo puede nombrar un santón de esa cultura que justificase el celibato, Pinhas ben Yair, que vivió cien años más tarde que Jesús y ni siquiera perteneció al movimiento hassídico.9 Asombrosamente, Vermes considera que ese ejemplo basta para aducir que Jesús llevó una vida similar, pero no ha logrado convencer a muchos. Y lo que es más, el celibato de Pinhas fue tan anómalo que sólo por eso alcanzó la notoriedad. No hay nada que sugiera que Jesús promoviese el celibato con su ejemplo o enseñanzas; si así fuese desde luego no se habría pasado por alto.


Es cierto que existieron algunas sectas judías como la de los esenios, que eran célibes... aunque, una vez más, lo sabemos precisamente porque eso era tan curioso que suscitó muchos comentarios. Algunos recurren a esta circunstancia como argumento para demostrar que Jesús fue un esenio. Sin embargo, en todo el Nuevo Testamento no se menciona ni una sola vez a dicha secta, lo cual no dejaría de ser extraño si Jesús hubiese sido su seguidor más famoso.


Estos argumentos en favor de que Jesús hubiese sido un hombre casado han sido aducidos por más de un comentarista moderno, pero el silencio de los evangelios al respecto da pie a otra interpretación. Pudo tener una compañera sexual que no fuese su esposa, o que sí lo fuese pero por un rito matrimonial no reconocido entre los judíos.


(Procede recordar que según subraya la tradición herética Jesús y la Magdalena eran pareja sexual, pero nunca dice que fuesen marido y mujer; como hemos visto, los evangelios gnósticos, los cátaros y otros de la trama sumergida o bien hablan expresamente de la «concubina» o la «consorte» de Jesús, o tienen buen cuidado de recurrir a términos ambiguos aludiendo a la «unión» que formaban.)
 

Como prueba positiva de la situación marital de Jesús algunos postulan que las bodas de Caná, en las que convirtió el agua en vino, eran en realidad las suyas.10 En efecto, a tenor del relato diríamos que su comportamiento es el del novio. La madre de Jesús se preocupa por la falta de vino y, los criados se quedan esperando sus instrucciones, para ejecutar luego las que él imparte, lo cual apenas admite otra explicación que la apuntada. Es interesante que este acontecimiento clave, el primer milagro de la vida pública de Jesús, figure sólo en el Evangelio de Juan y, no haya merecido la atención de los otros tres evangelistas. Pero el evento consiente otra interpretación, sobre la cual volveremos luego.


Frente a estos argumentos se alzan varias preguntas: si Jesús era hombre casado, ¿por qué los evangelios no mencionan explícitamente a su mujer, ni a su familia? Si estaba casado, ¿quién fue su mujer? ¿Qué motivos podían tener sus seguidores para borrar toda mención de ella? Tal vez la evitaban porque consideraban que la relación que ella tenía con Jesús los ofendía a ellos y perjudicaba la misión. Si por ejemplo no hubieran estado casados pero tenían una relación íntima sexual y espiritual, entonces quizá los discípulos varones prefirieron ignorarla.


Ésa es precisamente la situación que describen con gráficas expresiones los evangelios gnósticos, donde se desvela quién era la consorte de Jesús. Fue María Magdalena la pareja sexual de Jesús y los discípulos envidiaban el ascendiente que ella tenía sobre el Maestro.


En cuanto a los motivos por los cuales se prefirió ocultar la relación de Jesús con la Magdalena, lo que hoy nos parece obvio quizá no lo fuese tanto en el contexto del siglo I. Ahora quizá pensemos que el disimulo era necesario porque la Iglesia cristiana siempre colocó a la mujer en un lugar subordinado y juzgó la procreación como un mal inevitable. Pero todo indica que la predisposición desfavorable a la vida matrimonial fue consecuencia de ese disimulo, y no al contrario. La realidad es que la Iglesia primitiva, antes de convertirse en institución y establecer una jerarquía, no tenía postergadas a las mujeres, ni prejuicio contra ellas, como hemos comentado.


Que hay un disimulo deliberado en lo relativo a la Magdalena y su relación con Jesús, es evidente, pero no se explica del todo por mera misoginia. Debió de existir algún otro factor que inspiró esa campaña anti-Magdalena. Tal vez algo que tuviese que ver con su carácter o su identidad, en algún sentido, y/o con la naturaleza de su relación con Jesús. O dicho de otro modo, la dificultad no era que estuviese casado, sino con quién estaba casado.


Una y otra vez, en el decurso de esta investigación, nos hemos tropezado con esos indicios que apuntan en el sentido de que la Magdalena era impresentable, aunque nunca se expliquen las razones. Nos tocaba averiguar a qué obedecía esa aureola de peligrosidad, qué otros factores aparte la misoginia podían explicar la antigua animadversión contra la poderosa amiga de Jesús.
 

Siempre se ha debatido con acaloramiento la identificación entre María Magdalena, María de Betania, la hermana de Lázaro, y la «pecadora anónima» que unge los pies de Jesús en el Evangelio de Lucas. En tiempos antiguos la Iglesia católica decidió que los tres personajes eran uno y el mismo; pero no hace mucho, en 1969, se arrepintió de su decisión. La Iglesia ortodoxa oriental nunca dejó de considerar que María Magdalena y María de Betania eran personas diferentes.
 

Por supuesto hay discrepancias y contradicciones que tienden a dificultar la cuestión... aunque esa confusión es significativa en sí misma porque los Evangelios, lo mismo que una persona culpable, tienden a refugiarse en la evasiva cuando quieren ocultar algo. Y el hecho es que las evasivas se notan en todas las descripciones de Betania, de la familia que vivió allí —Lazaro, Marta y María— y de los acontecimientos que en ella tuvieron lugar. Para nosotros eso añade interés en vez de restarlo.


Como hemos visto, el descubrimiento de Morton Smith demuestra que el episodio de la resurrección de Lázaro desapareció del Evangelio de Marcos en virtud de un acto deliberado de censura. En la única versión canónica que ha sobrevivido, la del Evangelio de Juan, es uno de los acontecimientos más cruciales de todo el relato. ¿Qué tenía para molestar tanto a los primeros cristianos, que se tomaron la molestia de quitarlo de los demás evangelios, o por lo menos de uno de ellos? ¿Sería, una vez más, porque María estaba presente en el suceso? ¿O la tacha, no se sabe cuál, estaba en el lugar, Betania?


El Evangelio de Lucas (10, 38) describe un episodio en que Jesús visita la casa de unas hermanas llamadas Marta y María, pero no se hace mención de ningún hermano, ni se nombra el lugar, y esto es bien curioso. Se limita a decir «cierta aldea», con indiferencia tal que resulta sospechosa. Al fin y al cabo no es que el nombre de ese lugar sea completamente desconocido para los demás cronistas. Además Lucas ignora deliberadamente a Lázaro. ¿Qué pasaba con el lugar y con la familia que vivía allí? (A lo mejor tendremos que considerar como pista el hecho de que Juan el Bautista comenzase su ministerio en cierto lugar llamado Betania.)


También es Lucas el más oscuro a la hora de contar cómo la pecadora ungió los pies de Jesús (7, 36-50). Es el único de los evangelistas que sitúa la acción en Cafarnaúm, hacia el comienzo del ministerio de Jesús, y no dice el nombre de la mujer que por lo visto irrumpió en la casa para ungir los pies con la costosa esencia de nardos y enjugárselos con sus propios cabellos.


Sobre el mismo acontecimiento, el Evangelio de Juan dice expresamente (12, 1-8) que lo de ungir los pies ocurrió en Betania, en la casa de Lázaro, María y Marta, siendo María quien lo hizo. El relato de la resurrección de Lázaro (11, 2) anticipa sobre la narración reiterando que fue María la que derramó el perfume sobre Jesús.


Ni Marcos (14, 3-9) ni Mateo (26, 6-13) nombran a la mujer en cuestión pero coinciden al afirmar que sucedió en Betania dos días antes de la Última Cena (no seis como dice Juan). Pero según ellos Jesús fue ungido en casa de un tal Simón el Leproso. Se diría que todo lo concerniente a Betania y a esa familia tiene tan alarmados a los autores de los Sinópticos, que «confunden» el asunto pese a que no pueden dejar de mencionarlo. Se ve que les trastornaban los sucesos de Betania, quizá por las mismas razones que justifican la importancia de dichos sucesos para la corriente herética oculta.


Betania tiene también su importancia porque Jesús salió de allí para emprender su fatal viaje a Jerusalén: a la Última Cena, a su prendimiento y su crucifixión. Y mientras los discípulos se muestran completamente inconscientes de la tragedia que se avecina, algunos indicios sugieren que la familia de Betania no estaba tan desprevenida, y como hemos mencionado tal vez fueron ellos quienes tomaron ciertas disposiciones, como suministrar la borriquilla que montó Jesús para hacer su entrada en la capital.


Queda claro que María de Betania y la mujer anónima que ungió a Jesús son la misma persona, pero... ¿era también María Magdalena? Muchos estudiosos actuales creen que María de Betania y María Magdalena son dos mujeres distintas. Subsiste la pregunta, sin embargo: ¿qué razones tendrían los evangelistas para querer «confundir» el asunto?


Desde luego tampoco faltan estudiosos partidarios de la hipótesis de que la Magdalena era María de Betania. Por ejemplo, a William E. Phipps le parece muy raro que el nombre de María de Betania, persona indiscutiblemente muy próxima a Jesús, no figure entre las presentes en la escena de la crucifixión; en cambio María Magdalena aparece súbitamente al pie de la cruz sin que nada haya permitido prever esa circunstancia.11 Señala Phipps que no es imposible que se aplicaran dos epítetos a la misma persona, según el contexto: «de Betania» o «de Magdala». Lo cual sería aún más probable en el caso de que los cronistas tuvieran el propósito de oscurecer la cuestión.


Sin embargo los estudiosos no suelen considerar, por lo general, la posibilidad de que hubieran sido censurados los libros de los evangelistas, ni que éstos hubiesen desfigurado intencionadamente algún aspecto de los casos que habían elegido narrar. (Aunque algunos, en especial Hugh Schonfield, sí admiten que hay algo relacionado con el grupo de Betania que los evangelistas han procurado ocultarnos, o bien lo ocurrido fue sencillamente que ellos no lo sabían, o no lo entendieron.) Admitida la «confusión» intencionada, es bien posible que María de Betania y María Magdalena fuesen la misma persona.


La presente investigación ha partido del examen de una tradición clandestina personificada en Leonardo da Vinci y la cofradía que supuestamente presidió, el Priorato de Sión. Recordemos aquí que la primera noticia acerca del Priorato para el público de habla inglesa apareció en The Holy Blood and the Holy Grail, y ese libro asegura sin rodeos que María Magdalena es la misma que María de Betania. Es de notar que la nueva versión revisada de 1996 ofreció material nuevo, como el «documento Montgomery», que en conjunto parece corroborar el fundamento de The Holy Blood and the Holy Grail, como ya hemos comentado.

 

En el contexto concreto el documento que dice que Jesús estuvo casado con una «Miriam de Bethania» y que ésta pasó a Francia y tuvo una hija. Que esa persona fuese María Magdalena es una obvia suposición, si bien el punto que nos interesaba en este sentido era que los apologistas del Priorato lo creían así. Y hay que recordar que todos los relatos tradicionales sobre la presencia de María Magdalena en las Galias, como la Leyenda Dorada, también suponen que era la misma persona que María de Betania. Pero ¿existe alguna prueba que lo respalde?


Hay un indicio en Lucas, quien después de describir cómo la «pecadora anónima» ungió a Jesús pasa en seguida a presentar por primera vez el personaje de la Magdalena (8, 1-3). Todo sucede como si, inconscientemente al menos, la asociación hubiera sido demasiado fuerte para Lucas y no pudo seguir ignorándola.


Son de gran significación las palabras de Jesús cuando relaciona no sólo el acto de la unción sino también la persona de la que unge con su propia e inminente sepultura, como por ejemplo en Marcos (14, 8):

    «Ha hecho lo que ha podido; se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura».

Ahí tenemos una conexión implícita entre esa mujer de Betania y María Magdalena, pues fue ésta quien acudió a la sepultura pocos días después con intención de ungir el cadáver de Jesús. Ambos actos rituales, el de ungir a Jesús vivo y el propósito de hacerlo con el difunto, son de mucha significación y cuando menos, establecen una relación entre las dos mujeres. Sea como fuere, reviste suprema importancia que la persona que unge a Jesús, marcándole así para su auténtico destino, sea una mujer.


Aunque no es imposible que fuesen una y la misma, preferiremos dejar abierta la cuestión mientras seguimos profundizando en la descripción de los personajes y los roles de la Magdalena y María de Betania según la Biblia.


Fijémonos en que la idea persistente de que María Magdalena había sido prostituta proviene de la tradicional asociación (o confusión) de su persona con la de María de Betania, descrita como «una pecadora». Naturalmente, si María de Betania fue prostituta y además es la misma persona que María Magdalena, se habría adelantado bastante en cuanto a dilucidar la suma reticencia de los evangelistas y el oscurecimiento deliberado de esa identidad. Tendremos que examinar el personaje de María de Betania para ver qué luz podemos arrojar sobre la cuestión.


En los Evangelios Sinópticos no se nombra a la mujer que ungió a Jesús pero se hace hincapié en que era una pecadora; el Evangelio de Juan la identifica expresamente como María de Betania y no menciona para nada su condición moral. En sí misma esta discrepancia podría juzgarse algo sospechosa.


Lucas prolonga la descripción diciendo «había en la ciudad una mujer pecadora». Aunque la palabra original griega por «pecadora», harmatolos, que significa la persona que ha transgredido y se ha situado a sí misma fuera de la ley, en este contexto no implica necesariamente prostitución, hay otro énfasis que se asocia con la circunstancia de llevar los cabellos sueltos. Cosa que no hacían las señoras respetables y que sí implica algún tipo de pecado sexual, por lo menos a ojos de los evangelistas.12

 

Así pues, en el contexto de la cultura judía de la época pasaba algo con María de Betania que hacía de ella una impresentable, aunque no se debe entender necesariamente que fuese una prostituta común de las que tenían la calle por escenario de su comercio. (La esencia de nardos se extraía de una planta india muy rara y costosa, y sería de un coste prohibitivo para una simple callejera. Según William E. Phipps el óleo empleado le debió de costar el equivalente al salario de un año para un obrero del campo.)13

 

Y si supusiéramos que María era la patrona de un próspero burdel, entonces no habría vivido en la casa de su hermano Lázaro y su hermana Marta, a ninguno de los cuales se le atribuye mala reputación de ningún género y que eran evidentemente grandes amigos de Jesús, el cual incluso permaneció algunas veces en dicha casa. Así pues, ¿cuál era la verdadera naturaleza del «pecado»?


La palabra harmatolos se tomó prestada a los arqueros, para quienes significaba fallar el blanco. En el contexto que observamos no significa otra cosa sino la persona que está fuera de la ley judía o de sus observancias rituales, sea que incumple, o sea que no es judío o judía en absoluto.14 Pero si la mujer no era judía en realidad, eso sería suficiente para explicar la actitud de los evangelistas hacia ella. Lo que ha dado lugar a la implicación de que su transgresión había sido de carácter sexual es el detalle de llevar el cabello suelto, y la actitud de los discípulos hacia ella.


Esta noción de impresentabilidad ha alejado la atención, intencionadamente o no, de lo que significa en realidad que Jesús fuese ungido. En ese acto había un punto importantísimo en el que muy pocos se fijan, pese a ser primordial para el cristianismo. Es bien sabido que la palabra «Cristo» deriva del griego Christos, que es a su vez una traducción del hebreo «Mesías».

 

En contra de la creencia mayoritariamente aceptada, eso no conlleva ninguna implicación de divinidad; Christos significa sencillamente «el Ungido». (Según esta interpretación, casi cualquier funcionario ungido es un «Cristo», desde Poncio Pilato hasta la reina de Inglaterra.) La idea de un Cristo divino es una interpretación a posteriori de los cristianos; el Mesías que esperaban los judíos no era otra cosa sino un gran caudillo político y militar, aunque eso sí, elegido por Dios. En la época la palabra «Mesías» o «Cristo» aplicada a Jesús no habría significado otra cosa sino «el ungido».


Es de observar que según los Evangelios, a Jesús sólo se le ungió una vez. Aunque algunos aducen que esa «unción» fue, en realidad, el bautismo oficiado por Juan, si se admite el argumento resultaría que toda la multitud que iba al Jordán quedó formada por otros tantos «Cristos». Queda el hecho incómodo de que la única persona que «cristianó» a Jesús fue una mujer.


Paradójicamente, nos cuentan (Marcos 14, 9) que Jesús comentó la ceremonia diciendo:

    Os aseguro que donde se predique el evangelio, en todo el mundo, se hablará también de lo que ésta ha hecho para recuerdo suyo.

Es curioso. La Iglesia, aun creyendo tradicionalmente que la mujer que ungió fue santa María Magdalena, prefirió ignorar esa voluntad. Considerando el trato condescendiente que ha recibido por lo general la Magdalena desde los púlpitos de todo el mundo, parece que incluso las palabras de Jesús, como todo lo demás del Nuevo Testamento, han debido someterse a un inflexible proceso de selectividad. Que en este ejemplo consiste en no hacer apenas caso de ellas; pero incluso cuando se comenta el episodio reconociéndole el servicio prestado, lo cual sucede pocas veces, guardan silencio sobre lo que implica.
 

Sólo dos personas cita el Nuevo Testamento que oficiaron ritos principales de la vida pública de Jesús: Juan, quien le bautizó al principio de su ministerio, y María de Betania, quien le ungió al final. Pero ambos han sido marginados, como venimos viendo, por los autores de los evangelios, como si sólo se les hubiese incluido porque eran demasiado importantes para callar su intervención. Lo cual obedece a una razón principal: el bautismo y la unción implican autoridad por parte de quien oficia. Tanto el que bautiza como el que unge confieren una autoridad — más o menos como el arzobispo de Canterbury confirió la realeza a Isabel II en 1953—, pero es menester que ellos estén investidos de autoridad para que el acto sea válido.


Más adelante abordaremos la cuestión de la autoridad de Juan; pero ahora consideraremos el hecho de que el episodio de la unción haya sido mencionado, que no deja de ser curioso. Pues si el ungir a Jesús hubiese sido un gesto frívolo o desprovisto de sentido, no lo habrían tenido en cuenta. Sin embargo se nos dice que los discípulos y particularmente Judas condenaron la acción de María por gastar un aceite de nardos tan raro y costoso, diciendo que se podía haber invertido el dinero en socorrer a los pobres.

 

A lo cual replica Jesús que siempre habrá pobres, pero que él no estaría siempre allí (para ser homenajeado de esa manera). Esta respuesta —además de ser bastante contraria a la noción, mantenida por algunos, de que Jesús fuese una especie de protomarxista— no sólo justifica la acción de María sino que implica, en rigor, que sólo él y ella habían comprendido verdaderamente lo que significaba.

 

A los discípulos varones se les escapan, como de costumbre, los matices más sutiles de ese ritual sumamente significativo, y mantienen su hostilidad ante la acción de María pese a que Jesús se encarga personalmente de corroborar que estaba autorizada a ello. El acontecimiento tiene además otra importancia señalada, porque designa el momento en que Judas pasa a ser traidor: inmediatamente después acude a los sacerdotes para vender a Jesús.


María de Betania «cristianó» a Jesús con el aceite de nardos, ungüento que seguramente guardaba para esa ocasión concreta, y que estaba asociado a los ritos funerarios, tal como el mismo Jesús comenta en Marcos 14, 8: «se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura». Para él al menos, el acto sí tuvo el significado de un rito.


Es evidente que la ceremonia revistió un profundo significado, pero ¿cuál era exactamente su intención? Y teniendo en cuenta la sociedad en que vivían, ¿por qué la oficiaba una mujer? En efecto, si consideramos el sexo y la reputación (tal vez injusta) de la oficiante, no cabe decir que fuese un ritual típico de las costumbres judaicas. Tal vez el «documento Montgomery» puede proporcionar la clave de la verdadera naturaleza de aquella unción.


Como se ha mencionado, ese relato habla del casamiento de Jesús con una Miriam de Bethania descrita como «sacerdotisa de un culto femenino», es decir de una tradición pagana de culto a la diosa. De ser cierto, esto explicaría por qué la unción extrañó tanto a los discípulos, aunque resta la dificultad aparente de saber por qué la toleró Jesús. Pero si ella fue verdaderamente una sacerdotisa pagana, queda aclarado por qué los discípulos la consideraban de moral y carácter dudosos.


Ahora bien, si María de Betania era en realidad una sacerdotisa pagana, ¿por qué ungió a Jesús? Y repitámoslo, pues hace más al caso, ¿por qué lo permitió él? ¿Se puede hallar algún paralelismo entre este ritual y los que comúnmente se asocian con el paganismo de la época? En efecto hay un rito antiguo de una semejanza sorprendente, el que consiste en ungir al rey sagrado. Se fundaba en la idea de que el verdadero rey o sacerdote no recibía la plenitud de sus poderes divinos sino por mediación de la autoridad de la suma sacerdotisa. Tradicionalmente la ceremonia adoptaba la forma de la hieros gamos o nupcias sagradas: el rey-sacerdote se unía a la reina-sacerdotisa. Esa unión sexual con ella le era necesaria para convertirse en rey reconocido. Sin ella, no era nada.


En la vida occidental moderna no hay nada comparable en concepto ni en práctica, y hasta la noción de hieros gamos resulta de muy difícil entendimiento para las gentes de hoy. No tenemos un concepto de sexualidad sagrada, a no ser en ese mundo reservado que es la intimidad de la pareja individual.

 

En dicho concepto no se trata sólo de sexualidad ni de erotismo por más sublimados que sean: en las nupcias sagradas el hombre y la mujer devienen realmente dioses. La suma sacerdotisa encarna a la misma diosa y ésta concede entonces la suprema bendición de la regeneración del hombre —como en la alquimia—, el cual encarna al dios. Y se creía que esa unión infundía en ellos mismos y en el entorno un bálsamo regenerativo, en tanto que eco real del impulso creador del que nació el planeta.15


La hieros gamos era la expresión más alta de la llamada «prostitución de los templos», que consistía en que el hombre visitaba a una sacerdotisa para recibir la gnosis, o sea participar personalmente de lo divino a través del acto del amor. Dicho ritual se llamaba en realidad de hierodulía, que significa «servicio sagrado»; llamarle «prostitución sagrada», con todo lo que implica de juicio moral, es una tergiversación de la época victoriana.

 

Se entendía además que esa servidora del templo, a diferencia de la prostituta secular, dominaba la situación y guiaba la conducta del visitante. Ambos recibían los beneficios físicos, espirituales y de potenciación mágica. El cuerpo de la sacerdotisa devenía, en un sentido casi inimaginable para los amantes en el moderno mundo occidental, la puerta literal y metafórica por donde se accedía a la divinidad.16


En actitud, en lo relativo al acto sexual y a la mujer, nada más lejos de la Iglesia por mucho que se modernice. Pues no sólo la llamada prostitución sagrada confería la iluminación espiritual a través del proceso llamado horasis: el hombre que nunca hubiese «conocido» carnalmente a la hieródula no alcanzaba la plenitud espiritual. Por sí solo apenas podía aspirar al contacto extático con Dios o con los dioses; en cambio la mujer no tenía necesidad de una ceremonia similar. Para aquellos paganos estaba naturalmente en contacto con lo divino.


Es posible que la «unción» practicada sobre Jesús simbolizase el acto sexual de la penetración. Pero no es necesario concebirlo en esos términos para entender la solemnidad del ritual; son inevitables las asociaciones con los ritos ancestrales en que las sacerdotisas que representaban a la diosa se preparaban físicamente a fin de «recibir» al hombre elegido para simbolizar al rey sagrado, o al dios salvador. Todas las escuelas mistéricas de Osiris, Tammuz, Dioniso, Attis y los demás incluían un rito —oficiado por sus simbólicas encarnaciones humanas— en que la diosa ungía al dios como acto previo a la muerte real o simbólica de éste, que debía servir para fertilizar una vez más las tierras.

 

Tradicionalmente, transcurridos tres días y gracias a esa intervención mágica de la sacerdotisa/diosa, él resucitaría y la nación podía respirar aliviada hasta el año siguiente.

 

(En las representaciones mistéricas la diosa pronunciaba las palabras «se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto», prácticamente idénticas a las que se atribuyen a María Magdalena en el huerto. Volveremos sobre esto con más detalle.)


Más claves sobre el auténtico significado de la unción de Jesús pueden hallarse en el veterotestamentario Cantar de los Cantares (1, 12), donde «la amada» dice «mientras el rey se halla en su diván, mi nardo exhala su perfume». Y recordando que el mismo Jesús relaciona su unción con la sepultura, el versículo siguiente cobra otro sentido: «Bolsita de mirra es mi amor para mí, que reposa entre mis pechos».


Está clara la relación entre la unción de Jesús y el Cantar de los Cantares.


Muchas autoridades creen que éste fue, en realidad, la liturgia de un ritual de nupcias sagradas, y apuntan a las muchas semejanzas con otras similares de Egipto y de los países del Oriente Próximo.17


Hay una resonancia que llama la atención especialmente; es la que apunta Margaret Starbird cuando escribe:

    Versos idénticos y paralelos a los del Cantar de los Cantares se encuentran en el poema litúrgico del culto a la diosa egipcia Isis, la Hermana-Esposa del mutilado [...] Osiris.18

Son complejas las razones de esa unión de la diosa/sacerdotisa con el dios/sacerdote en las nupcias sagradas. En el plano superficial es un rito de fertilidad que debía garantizar la fecundidad personal y la de las tierras del país, lo que aseguraba el futuro de las personas y el de la nación. Pero además, el éxtasis y la intimidad del rito sexual sirven para que la diosa/sacerdotisa confiera la sabiduría a su compañero. En The Sacred Prostitute (1988), Nancy Qualls-Corbett, analista de escuela junguiana, pone mucho énfasis en el vínculo entre la prostituta sagrada y el principio de lo Femenino que simboliza Sophia, la Sabiduría.19

 

Ya hemos presenciado repetidas apariciones de Sophia en nuestra investigación —la veneraban especialmente los templarios—, y tiene fuertes asociaciones tanto con la Magdalena como con Isis.


La unción de Jesús fue un ritual pagano; la mujer que lo oficiaba, María de Betania, era una sacerdotisa. Con este nuevo planteamiento en mente, parece más que probable que su función en el círculo interior de Jesús fuese el de iniciadora sexual. Pero recordemos que tanto los heréticos como la Iglesia católica han creído durante mucho tiempo que María de Betania y María Magdalena eran la misma persona: en esa figura de la iniciadora sexual tenemos por fin el motivo que nos faltaba para la confusión en cuanto al verdadero papel y significación de la Magdalena en la vida de Jesús. Porque Sophia es en efecto la Prostituta, que también es la «Muy Amada» de las nupcias sagradas, y que es María Magdalena, la Madona negra e Isis.20

 

La sexualidad sacra implícita en la Gran Obra de los alquimistas equivale a la continuación directa de esa antigua tradición en la que el rito sexual confiere la iluminación espiritual, e incluso una transformación física. Porque después de la experiencia suprema con la diosa/sacerdotisa, el dios/sacerdote queda tan cambiado que tal vez no le reconocerá nadie, y habrá «resucitado» a una nueva vida.


Es de resaltar, como lo han hecho Nancy Qualls-Corbett y otros comentaristas recientes,21 que los evangelios gnósticos retratan a María Magdalena como iluminadora, María Lucifer la que trae la luz, la que confiere la iluminación por medio de la sexualidad sagrada. Lo cual unido a nuestras conclusiones sobre María de Betania parece indicar que ella y Magdalena eran efectivamente la misma mujer.


Este planteamiento también corrobora la idea de que María fue la esposa de Jesús, si aceptamos una redefinición esencial de esa palabra. Era su pareja en un matrimonio sagrado, lo cual no es necesariamente un emparejamiento de amor. En este sentido es interesante la consideración del Cantar de los Cantares como la liturgia de un matrimonio sagrado, tan vinculada siempre por la tradición a María Magdalena.


La sexualidad sacra —anatema para la Iglesia de Roma— encuentra sus expresiones en el concepto de matrimonio sagrado y «prostitución sagrada», en los antiguos sistemas orientales del taoísmo y el tantrismo, en la alquimia.


Como dice Marvin H. Pope en su exhaustivo trabajo sobre el Cantar de los Cantares (1977):

    Entre los himnos tántricos a la Diosa hallamos algunos de los paralelismos más sugerentes con el Cantar de los Cantares.22

Y como explica Peter Redgrove en The Black Goddess (1989) al comentar las artes sexuales del taoísmo:

    Es interesante la comparación con las prácticas sexuales de las religiones del Oriente Próximo y las imágenes que hemos heredado de ellas. Mari-Ishtar, la Gran Prostituta, ungió a su consorte Tammuz (con quien se identificó a Jesús), en virtud de lo cual hizo de él un Cristo. Con ello preparaba su descenso a los infiernos, de donde regresaría cuando ella le llamase. Ella, o su sacerdotisa, recibía el nombre de Gran Prostituta porque ése era un rito sexual de horasis, por cuyo orgasmo integral el consorte sería transportado al continuum visionariamente cognoscible.

     

    Y era un rito de paso, del que él regresaría transformado. Por eso mismo dijo Jesús que María Magdalena le había ungido para la sepultura. Sólo las mujeres podían oficiar estos ritos en nombre de la diosa, y por eso no veló la tumba ningún hombre, sino sólo María Magdalena y sus mujeres. Un símbolo principal de la Magdalena en el arte cristiano fue la ampolla del crisma: signo externo del bautismo interno que experimentaba el taoísta [...].23

En esto de la crismera o recipiente del óleo que usó la Magdalena para ungir a Jesús hay otro aspecto importante. Como se ha reiterado, según los evangelios era de nardos, un perfume excepcionalmente caro. Y la razón de ese precio elevado era que se importaba de la India, es decir de la cuna de las ancestrales artes sexuales del tantrismo. Y la tradición tántrica asigna diferentes perfumes y óleos a las distintas partes del cuerpo: el de nardo era para el cabello y para los pies...


En la epopeya de Gilgamesh se les dice a los reyes sacrificiales: «La prostituta que te ungió con aceite fragante llora por ti ahora», y también usaban una frase parecida a los misterios de Tammuz, otro dios que muere y cuyo culto estuvo muy extendido en Jerusalén hacia la época de Jesús.24 En cuanto a los «siete diablos» que supuestamente Jesús expulsó de la Magdalena, quizá cobrarían otro sentido si los consideramos como los siete Maskin nacidos de la diosa Mari, que eran los siete espíritus sumerio-acadios regidores de las siete esferas sagradas.25


En la tradición del matrimonio sagrado, era la prometida del rey sacrificial, la Suma Sacerdotisa, quien elegía el momento de su muerte, la que asistía a su entierro y aquella cuya magia lo sacaría de los infiernos para llamarlo a una nueva vida. En la mayoría de los casos, naturalmente, esta «resurrección» sería puramente simbólica y se manifestaba en la renovación biológica primaveral, o como en el caso de Osiris, en el desbordamiento anual del Nilo que renovaba la fertilidad de las tierras.


De manera que podemos considerar la unción efectuada por María Magdalena como las dos cosas que era: el anuncio de que había llegado la hora del sacrificio de Jesús, y la selección ritual del rey sagrado, en virtud de su propia autoridad como sacerdotisa. Que esa función sea diametralmente opuesta a la que le ha asignado tradicionalmente la Iglesia, a estas alturas no sorprenderá mucho.


En nuestra opinión la Iglesia católica nunca quiso que sus fieles conocieran la verdadera relación entre Jesús y María, y por eso los evangelios gnósticos no se incluyeron en el Nuevo Testamento, y muchos cristianos ni siquiera saben que aquéllos existen. Pero cuando rechazó los muchos evangelios gnósticos y decidió incluir únicamente los de Mateo, Marcos, Lucas y Juan en el Nuevo Testamento, el Concilio de Nicea no tenía ningún mandato divino para esa gran campaña de censura. Actuaba obedeciendo a su propio instinto de conservación, porque para entonces, siglo IV, el poder de la Magdalena y de sus seguidores se había extendido demasiado y el patriarcado no tenía una batalla fácil.


De acuerdo con ese material censurado, descartado deliberadamente para impedir que se conociera el verdadero panorama, Jesús confirió a la Magdalena el título de «Apóstol de Apóstoles» y «Mujer que sabe todo». Anunció que sería exaltada sobre todos los demás discípulos y que ella regiría el inminente Reino de la Luz. Como hemos visto, también la llamaba María Lucifer, «la que trae la luz», y se asegura que resucitó a Lázaro de entre los muertos por amor a ella y nada más, porque no podía negarle nada.
El Evangelio de Felipe, de los gnósticos, describe cómo la aborrecían los demás discípulos y en particular Pedro quiso disputarle la situación privilegiada cerca de Jesús... incluso en una ocasión le preguntó con bastante ingenuidad por qué la prefería a los demás y siempre la besaba en la boca.
En el Evangelio de María, de los gnósticos, dice que Pedro la odiaba a ella y a «todo el género femenino», y el Evangelio de Tomás atribuye a Pedro la exclamación «dejad que se vaya María y nos deje, que las mujeres no merecen vivir».
Un anticipo de la dura batalla que estaba por venir entre la Iglesia de Roma, fundada por Pedro, y la heterodoxia sumergida, que era toda de María. (Será instructivo recordar que todo comenzó como el choque personal entre dos individualidades, una de las cuales era la consorte de Jesús.)
Significativamente, el gnóstico Evangelio de Felipe (que describe expresamente a la Magdalena como compañera sexual de Jesús) abunda en alusiones a uniones entre el hombre y la mujer, entre la Esposa y el Esposo. La iluminación última se simboliza por los frutos de la unión entre el Esposo y la Esposa, siendo éste Jesús y la consorte Sophia, cuyo embarazo es el advenimiento de la gnosis.26 (Es interesante, por cierto, que incluso los evangelios canónicos citan con frecuencia a Jesús refiriéndose a sí mismo como «el Esposo».) También el Evangelio de Felipe asocia claramente a María Magdalena con Sophia.27
Este evangelio gnóstico relaciona cinco ritos de iniciación o sacramentos: bautismo, crisma (unión), eucaristía, redención... y el alto de todos, «la cámara nupcial».
    El crisma es superior al bautismo [...] y Cristo recibe este nombre a causa del crisma [...]. El ungido lo posee Todo, posee la resurrección, la luz, la Cruz, el Espíritu Santos. El Padre se lo dio todo en la cámara nupcial.28
Si el rito sacramental del crisma era superior al del bautismo, esto implica por parte de María una autoridad superior a la de Juan el Bautista. Pero tal vez sea más significativo todavía que según el Evangelio de Felipe, al seguir este sistema no sólo Jesús sino todos los gnósticos devienen «Cristos» por medio de la unción. Y el sacramento más alto era el de la «cámara nupcial», nunca explicado, y que sigue siendo un misterio para los historiadores. No obstante, a la luz de esta investigación podemos aventurar una conjetura: ciertamente las palabras del pasaje encierran una clave acerca de la verdadera naturaleza de la relación entre Jesús y María.
Como hemos mencionado, a ésta la llaman en los evangelios gnósticos «la mujer que sabe Todo», y aquí se nos dice que «el ungido lo posee Todo». En el Evangelio de Felipe apostilla sin rodeos:
    «Para que entendáis el poder que tiene la unión no profanada.»29
El libro gnóstico Pistis Sophia, del siglo III, continúa las que dice ser enseñanzas de Jesús doce años después de su resurrección. Aquí la Magdalena aparece en el papel arquetípico de catequista y le interroga para que revele su sabiduría... exactamente como la Shakti o diosa oriental interroga ritualmente a su divino consorte. Es de notar que Jesús en el Pistis Sophia le confiere a María el mismo tratamiento de «Amantísima» que usaban aquellas diosas y dice las fórmulas que utilizaban los consortes del matrimonio sagrado.
La intimidad entre Jesús y María conlleva otra consecuencia profunda. Al comparar la relación entre ellos y la de Jesús con sus discípulos apenas queda duda en cuanto a quien conocía verdaderamente sus ideas, sus pensamientos y sus secretos. Con frecuencia se nos describe a los discípulos varones como algo cortos de entendederas. Una y otra vez se nos dice «pero ellos no lo entendieron»; no mueve a entusiasmo, que digamos, esa falta de comprensión por parte de los hombres destinados a fundar la futura Iglesia.
Es verdad que según los Hechos de los Apóstoles cayó luego sobre ellos el fuego del Espíritu Santo que les confirió algunos poderes y sabiduría, pero los evangelios gnósticos dicen bien claro quién era la discípula que no precisaba de tal intervención celestial.
Según el material censurado fue la Magdalena quien después de la Crucifixión reunió a los consternados discípulos, y con el poder de sus elocuentes palabras les devolvió la fe en la causa cuando ellos parecían más que dispuestos a abandonarla. Claro es que ella había visto con sus propios ojos a Jesús resucitado, pero una vez más nos quedamos con la curiosa sensación de la falta de fe, de valor y de motivación por parte de ellos, en comparación con ella.
¿Sería posible que los Doce no hubiesen sido en realidad el círculo interior de los seguidores de Jesús, sino únicamente los más leales de entre los devotos no iniciados? Considerándolo respectivamente, asombra la ignorancia en que estaban.
Por ejemplo, y aunque la muerte y la resurrección de Jesús eran la quintaesencia de su misión, su razón de ser, ellos nunca previeron tales sucesos, «pues no habían entendido aún la Escritura según la cual Jesús tenía que resucitar de entre los muertos».30
Fueron María Magdalena y las mujeres que la seguían quienes acudieron a la tumba. Tal vez sus palabras al jardinero —en realidad, Jesús resucitado—diciendo que se habían llevado al «Señor» y que «no sabía dónde lo habían puesto» significaban que, lo mismo que los hombres, ignoraba lo sucedido. Pero hay poderosas razones para considerar esas palabras como reveladoras de que estaba en el secreto de unos misterios interiores, de los cuales tal vez era sacerdotisa. Con toda probabilidad María Magdalena fue la consorte de Jesús y la primera entre los Apóstoles, y también parece probable que su función incluyese otra significación ritual más antigua y pagana.
 Normalmente se interpreta que los hombres no acudieron a la tumba de Jesús porque en aquellos tiempos los hombres no hacían esas cosas. Pero a juzgar por el aturdimiento y apatía en que habían caído los discípulos después de la Crucifixión según el relato de los gnósticos, su ausencia no se debió sólo a motivos de decoro. En la tradición de los misterios, cumplía exclusivamente a la sacerdotisa el proclamar el punto culminante del sacrificio, la resurrección milagrosa del rey.
 No obstante, y aun admitiendo que la unción, la muerte y la resurrección de Jesús guardan obvias semejanzas con las tradiciones paganas de la época, queda la pregunta de si era posible que un predicador judío se aviniese a intervenir en semejante representación. Pues aunque sí parece que la Magdalena había participado en cultos del tipo de la prostitución sagrada, ¿qué razones podía tener Jesús para dar la espalda a muchos siglos de arraigada tradición judaica? ¿Es verosímil que él, precisamente, tomase parte en un rito pagano?
La misma pregunta nos plantea una posibilidad hasta aquí inimaginable. Como hemos visto la realidad en cuanto a Jesús y su misión tal vez era muy diferente de cuanto ha enseñado la Iglesia. Aunque nos limitemos a deponer momentáneamente la incredulidad para considerar qué pasaría si la hipótesis anteriormente apuntada fuese cierta, no hay más remedio que encarar un panorama totalmente nuevo.
Qué pasa si Jesús fue oficiante de unas nupcias sagradas y, por tanto, participante voluntario en un rito pagano. Qué pasa si María Magdalena era la suma sacerdotisa de un culto a la diosa y por lo menos espiritualmente, igual a Jesús. Y qué pasa si en realidad Pedro y los demás discípulos varones no formaban parte del círculo interior de aquel movimiento.
Pero aún nos queda otra pregunta que formularnos: una vez considerada esta situación tan radicalmente inédita, aunque sólo sea como hipótesis, ¿qué clase de hombre pudo ser el que ocupaba el lugar central de ese panorama? ¿Quién era el auténtico Jesús?
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publicado por california a las 15:44 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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